XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
El juego
José David Vizcardo, 15 años
Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa, Perú)
Ricardo llegó al bar de la calle Siete. Llevaba una camisa con un descosido en la manga. El bar era pequeño, cálido y acogedor. Al fondo había una mesa de billar en la que se estaba disputando un partido. En un costado se encontraba el mostrador, que atendía un cantinero enojado.
–Aquí se juega al blackjack, ¿verdad?
–Sí, caballero –señaló hacia el fondo del local–. La mesa está al lado de la mesa de billar.
Ricardo se acercó, al tiempo que se ataba los puños de su vieja camisa. Su abotonadura de plata llevaba empeñada desde hacía meses; no tenía dinero suficiente para recuperarla. ¡Demonios! si apenas y tenía para comer…
–¿Puede entrar uno más?
El que lideraba la mesa, le hizo una seña para que ocupara la única silla que permanecía vacía. La ronda estaba por comenzar.
–¿Cuánto deseas apostar? –le preguntó el que llevaba la voz cantante mientras repartía las cartas.
–Veintincinco dólares –dijo entre dientes.
–¡Un tacaño! –le respondió burlón–. ¿Sabes? Quien no arriesga, no gana.
Conocía muy bien ese refrán. Se lo repetía a sí mismo cada noche, cuando no podía dormir. Pero aquellos veinticinco dólares era todo lo que le quedaba tras su despido. Así que se iba a dejar la vida en aquella partida.
No siempre tuvo esos problemas. Antes de dejarse llevar por el juego fue un respetado contador en un banco, y estuvo comprometido con una hermosa chica. Pero se decidió a llenar su vacío existencial con las apuestas, que le transmitían emociones que lo sacaban de la monotonía. Sin embargo, aquel desenfreno le trajo numerosos problemas. Los juegos de azar hicieron que el dinero que ganaba nunca fuera suficiente: parecía escapársele de las manos. Bajó su rendimiento en el trabajo y su jefe lo despidió.
–Disculpe, joven –un caballero de mediana edad interrumpió sus pensamientos.
– ¿Sí?
–Usted no parece de aquí. ¿Cómo es que ha venido a este bar?
–Me encanta el ambiente –se limitó a decir.
Era mentira. La razón por la que había cruzado media ciudad, estribaba en que podía contar con los dedos de la mano los poquísimos clubes, casinos y bares en los que aún no estaba endeudado.
Miró sus cartas. Eran prometedoras, pero necesitaba un cinco para alcanzar el número veintiuno. Solo precisaba de un poquito de suerte, esa suerte que siempre le faltaba.
Tras su despido Ricardo fundió la herencia familiar en unos meses y terminó en la calle. Lo acogieron unos amigos, que lo echaron tras descubrir que les había robado la licuadora. Por aquel entonces ya no podía pedirle ayuda a su hermana, pues le debía mucho dinero. Pero lo que más le dolió fue perder a su novia. Ella había tratado de llevarle a un psicólogo, pero fue tarde. Y cuando la relación se rompió, el chico entendió que había sido el amor de su vida.
¿Cuánto más tendría que perder para poder, al fin, ganar?... Siempre se decía que lo único que necesitaba era una racha de victorias con las que multiplicar su dinero y recuperar lo perdido; que todo lo que estaba sufriendo, entonces valdría la pena. ¿Pero esa era la única forma de salir de aquel infierno? ¿O debería aceptar la oferta laboral que le habían hecho dos días atrás? Tal vez ser jugador profesional no era la bicoca que seguía esperando, después de todo.
De pronto, le llegó un cinco.
–¡Blackjack! –gritó eufórico.
–En efecto –anunció el jefe de mesa–. El muchacho gana la ronda. Pero al ser la apuesta mínima, solo se lleva cuarenta dólares.
–¡Eso es todo muchachos! Tenemos que cerrar –anunció el cantinero.
Ricardo avanzó a través de las solitarias calles con una sonrisa. Había ganado. Su esfuerzo y trabajo habían dado fruto a la postre. Al fin la providencia le recompensaba. Se sintió sumamente avergonzado de haber dudado de ella. Ahora sí podría recuperarlo todo. En cuanto saliera el sol iría a la cafetería de la Quinta Avenida y apostaría esos cuarenta que llevaba en el bolsillo en una partida de póker. Lentamente todo volvería a ser como antes, incluso mejor. La riqueza y la prosperidad le aguardaban en recompensa a todas sus penurias.
–Bah; tendré que dejar la entrevista de trabajo para otro día –se dijo–. El juego no ha hecho más que empezar.