XI Edición
Curso 2014 - 2015
El lutier y la guitarra
León Walter Navarro, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Broté lentamente a partir de una simple semilla. En cuanto mi tallo asomó por la tierra, empecé a crecer sin descanso. En mi verdor, disfruté de la lluvia que acariciaba mis primeras hojas y alimentaba mis raíces, y desde aquella posición estática, pude conocer a otros árboles que con los años se tronzaban y caían al suelo.
En el fondo de mi corazón, albergaba la inquietud de zambullirme en una aventura. Quería ser diferente pero, a la vez, sentía el miedo a tener que valerme por mí mismo, ¿Sería capaz? ¿Me hundiría?
Meditaba una y otra vez acerca de mi destino, hasta que un día, cuando ya era un árbol grande, de copa abierta y sombra abundante, el rugido de una motosierra me despertó de mi delirio. Con sus cadenas me sajó el tronco y caí de bruces al suelo. Me separaron, con nuevos cortes, de mis preciosas ramas. Entonces comprendí que, a veces, uno tiene que sumergirse en la aventura sin estar totalmente preparado.
Una grúa me subió a un camión con el que me alejé de lo que había sido mi hogar.
Pasé a vivir en el taller de un pequeño lutier, que pretendía transformarme en una guitarra española cuando mi savia se secara. Lo primero que hizo fue dividirme en pequeñas partes con las que fabricó el mástil, la caja de resonancia y cada una de las piezas necesarias para mi nuevo fin. Cada vez que el lutier finalizaba una pieza, me contaba una parte de la historia de su vida, como si quisiese tallarla en mi interior. Me habló de su familia, de cómo convenció a su padre para que le permitiera abrir el taller. También quiso que supiera de los amigos que le traicionaron y las mujeres que le arrebataron el corazón. Antes de que me acabara, supe que lo único que le entusiasmaba era la música, pues fue lo único que las personas que pasaron por su vida no pudieron arrebatarle.
Meses después, el lutier comenzó a encolar y ensamblarme. En esos momentos hablaba de los planes que tenía para el futuro, que eran la reconstrucción de su alma. Con ardor se entregaba a tareas muy delicadas en las que, minucioso, no se permitía un error. Anhelaba hacer de mí la mejor guitarra del mundo.
Cuando estuve entera, empecé a sentir las mismas experiencias de mi lutier. Como no todas las piezas estaban construidas con mi madera, algunos días se doblaban, desafinando las cuerdas. Pero el lutier arregló todas las imperfecciones, afinó las cuerdas y enderezó el mástil.
Practicó conmigo hasta escribir una preciosa canción. Decidió que había llegado el momento de ofrecer su primer concierto.
Cuando comenzó a tocar, el público comprendió que el golpe de las cuerdas en el mástil era tan exacto que el eco de la música en el interior de la caja resultaba purísimo. Aquella canción era una obra de arte que sumergía al espectador en la historia del lutier y su guitarra.
La sala rompió en aplausos.
Pero un jurado decidió que no debía actuar en el siguiente concierto.
El lutier regresó melancólico al taller. Cuando se disponía a guardarme en una funda decidió renunciar a la valoración de los demás. Me tomó en sus manos, me acunó y volvió a tocar su canción.