XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El mago y el Rey 

María Medina, 15 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

Hubo un tiempo, en cierto lugar remoto, en el que un mago fraguaba y fundía objetos en los que vertía sus encantamientos. Los monarcas de reinos lejanos enviaban a sus ministros con el encargo de comprarle toda clase de abalorios, a los que el quiromante debía otorgar el poder de conceder sus deseos. A lo largo de los años elaboró brazaletes que revelaban la identidad de los traidores, espadas que no perdían batallas, cascos que daban a conocer el futuro cercano…

A pesar de ser el mago del Rey, este nunca le había realizado ningún encargo. Por ese motivo, se sorprendió cuando una mañana el monarca entró en su taller. Dobló el cuerpo en una profunda reverencia y a continuación levantó la cabeza, para ver de frente el rostro del Rey, que si de habitual era inescrutable, está vez se mostraba triste, como si tuviera el corazón vacío. Era sabido que la Reina y el príncipe (cuando este era casi un recién nacido) habían muerto durante un viaje a un reino fronterizo. Al recibir la noticia, el Rey se encerró durante meses en el castillo, hasta que se empezaron a escuchar rumores sobre su muerte. Pero el monarca se presentó de súbito ante su pueblo para desmentirla. A partir de entonces, se prohibió que nadie mencionara a los difuntos de la familia real.

–¿Desea hacerme un encargo, Majestad? ¿Quizás una armadura imposible de ser atravesada? ¿O un collar cuyas cuentas revelen los secretos de quien lo luzca? O, a lo mejor...

–Nada de eso –lo interrumpió con voz ronca. Parecía encontrarse al borde de las lágrimas–. Solo quiero ser feliz, sentirme como si todo en la vida tuviera algún sentido, saber que merece la pena seguir vivo.

El mago enmudeció. Nunca nadie le había pedido algo que no estuviera relacionado con el poder.

–Uh... Am…. –balbució.

Ante el desconcierto del mago, el rey dio por hecho que aquello que ansiaba era imposible.

–Comprendo –soltó con desgana antes de dar la media vuelta.

Al ver que estaba a punto de marcharse, el mago reaccionó:

–Por favor, Majestad, no se marche… Haré todo lo que esté en mis manos.

El rey observó al quiromante.

–¿De veras? –su voz delató cierto alivio.

¬–Claro, Majestad –dijo, tratando de esconder su desazón, pues si no lo lograba… ¿qué sería de él?–. Y, qué desea: ¿un broche, un collar, un brazalete...?

–Eso lo dejo a tu gusto. 

El rostro del mago mostró sorpresa, pues nunca lo habían dejado escoger la pieza en la que verter sus conjuros.

–Le prometo que haré el mejor amuleto de la alegría que pueda imaginar.

El rey asintió y abandonó el taller.

Semanas después, el mago acudió a palacio. El monarca lo recibió agradecido al ver que le entregaba un anillo de plata, con piedras preciosas que dibujaban la bandera del reino. En su interior llevaba grabada una leyenda: <<Solo tú debes decidir lo alegre o lo triste que puede ser tu existencia>>. Al leerlo, el soberano dejó salir con alivio todas las lágrimas que llevaba acumuladas en su interior.

Pero pasó el tiempo y el Rey se desconcertaba cada vez más, pues el anillo no conseguía hacerle feliz. Así que acudió de nuevo al taller del mago. Enfadado, le anunció que aquel amuleto era inútil y al marcharse, lo tiró a la calle. 

El anillo cayó a los pies descalzos de un niño vestido con harapos. 

–Puedes quedártelo –le dijo el monarca, mirando sus ojos brillantes de felicidad.

El pequeño no lo pensó dos veces: lo recogió con sus manos sucias, donde la sortija de plata parecía fuera de lugar, y echó a correr para entregárselo a su madre, que tomó al niño en brazos y lo llenó de besos. 

El rey, que continuaba añorando a su mujer y a su hijo por siempre perdidos, advirtió que su recuerdo, por primera vez, no le dolía. Se sorprendió de que, después de tantos años, una sonrisa le iluminaba el rostro. Entendió que ningún anillo encantado ni ninguna otra joya podría hacerlo feliz. 

La madre se le acercó para agradecerle aquella generosidad, y el monarca sintió algo diferente al dolor que lo llevaba atormentando tanto tiempo. Por fin era feliz.

Llevó a la mujer y al niño a palacio, donde les designó algunas tierras de labranza y una pequeña casa. Después volvió a contratar al mago, para que siguiera forjando piezas para sus súbditos, con la esperanza de que alguno de ellos hallara aquello que necesitaba y que no se puede comprar.