XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

El misterio de la oveja
extraviada

Antonio Insua, 15 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

El cielo estaba encapotado, el rocío empapaba el pasto, los mismos diálogos de siempre se repetían entre los aldeanos… Es decir, todo transcurría con normalidad.

Arturo serpenteaba con su coche por el monte. Era su deber que a todos los habitantes de la zona se les administrase el correo postal, incluso a los que vivían en lo más alto de la montaña.

Se sentía orgulloso de la manera con la que resolvía su trabajo: más que clientes, veía a los habitantes de la sierra como amigos, a los que además de cartas, a veces llevaba algunos encargos (como medicinas para ellos o para sus ganados). Además, más de una vez había sido responsable de transmitirles noticias importantes, por desgracia no siempre alegres. Aquellos parajes se encontraban aislados de la cobertura de las diferentes compañías telefónicas, así que los vecinos no podían hacer uso de internet ni de teléfono móvil para comunicarse con el mundo. Tampoco llegaban los postes de Telefónica. Así que Arturo era responsable de que no se quedaran, como buitres, aislados entre las peñas.

Se detuvo ante una vieja casa. Las paredes guardaban el calor de su interior. El primero en saludarle fue el perro, Colo. Dejó las cartas en el buzón y saludó a Laura, la mujer de Miguel, quien estaba guardando el rebaño. Después fue a saludar al pastor.

—¿Qué tal va el día, Miguel?

—Pues qué quieres que te diga… —alzó los hombros con gesto amargo—. Los lobos se han comido otra de mis ovejas.

El cartero hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Esos animales… Una vez matan, son insaciables.

—Cada vez es peor... Ayer por la noche la cazaron aquí, ¡en mi propio establo! Mira, ven a ver por dónde se colaron. —Se dirigieron a la parte trasera del establo—. Creo que dos entraron por ahí. —Unos postes torcidos taponaban un hueco—. Uno de ellos consiguió sacar una de mis ovejas para después comérsela en la pradera. El otro también debió de atrapar una, pero se asustó cuando se le cayeron las estacas.

—¿Estás seguro de que el segundo lobo enganchó otra oveja?

—Es lo único que puede explicar la herida que tiene Perla en el lomo.

—¿La viste cuando sacaste al rebaño?

-No. Y eso que he cumplido mi rutina: llevarlas por el prado hasta el lavadero, al lado de la casa de Ramón, el cazador, donde nace el río, en lo alto del valle.

Una sonrisa alegró el rostro serio del cartero:

—¡Ya se donde está tu oveja! Es tu día de suerte, amigo, porque sigue viva. Vayamos al lavadero...

De no haber sido Arturo amigo suyo, Miguel no le habría acompañado, pues creía que se trataba de una broma, y él no era aficionado a los chistes. Sin embargo, a los pies de la montaña divisaron una mancha blanca.

—¿Es esa? —le preguntó el cartero.

—¡Esto es un milagro! —exclamó Miguel, sin terminar de creer lo que estaba viendo.

—No; lo que ha pasado no es ningún milagro.

—¿Entonces qué es?

—Pues que tu oveja se escapó por la noche y…

—¿Cómo sabes eso? —le interrumpió el pastor.

—Si la hubiese atrapado un lobo tendría que haber huellas en la parte trasera del establo, ya que ellos cazan por la noche y ayer llovió antes de que saliera la luna, lo que quiere decir que tu oveja se escapó. Si hubiese salido durante el día, la habrías visto, así que tuvo que marcharse en el ocaso. Fue ella la que derribó los postes, que ya estaban medio desvencijados. Perla, al ver a la otra afuera, también intentó salir, pero debió chocar con las estacas: el establo se tambaleó y los otros postes se cayeron sobre ella, causándole la herida que decías, taponándole la salida y obligándola a quedarse en el establo. Ese animal —señaló hacia la falda del monte—, hizo el mismo recorrido de todos los días, el único que conoce. Debió de empezar a llover cuando llegó por aquí, porque se cobijó en el lavadero. Es el refugio perfecto: tenía un techo del que protegerse del chubasco y estaba a salvo de los lobos, pues está pegado a la vivienda de Ramón, que lleva abatidos unos cuantos con su rifle.

—Sigue con tu hipótesis.

—Las ovejas cumplen una rutina, por lo que se despertó a su hora habitual. Bien sabes que sin la vigilancia de Colo ellas cruzarían el puente para pastar más allá del río. Tu oveja debió ir por ahí. Mientras, tu rebaño comía donde siempre lo llevas. Y ahí está: ya se habrá cansado de zampar hierba y querrá volver a casa.

Llevaron a la oveja extraviada al establo.

El cartero se disponía a montar en su coche y proseguir con la faena, cuando Miguel se le acercó.

—Arturo, no te vayas, que tengo que recompensarte.

—No te preocupes —le dijo riendo—. Ya me has dado una anécdota digna de ser contada.