VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

El mundo tras un cristal

Inmaculada Amate, 17 años

                 Guadalimar (Jaén)  

Lucía salía de su casa contemplando gravemente el cielo, que a veces amenazaba tormenta. Recorría la calle hacia la parada del autobús, a veces acompañada por su padre, que también tenía que coger el suyo. Al llegar, esperaba tranquila, charlando con una compañera o con cualquier persona. Si no, se dedicaba a observar lo que ocurría alrededor.

Tras subirse al autobús, esperaba a que su compañera se incorporase en la siguiente parada. Solían charlar alegremente si no tenían algo que estudiar. Lucía también disfrutaba observando a la gente. <<Cada persona es un mundo>>, pensaba ante el ventanal. Y no estaba equivocada, porque veía a una anciana llevando de la mano a su nieta y se decía a sí misma, “qué envidia, si las mías aun viviesen”. Más adelante se fijaba en un hombre bien vestido, con su pelo engominado y sus zapatos brillantes, así como un perfecto nudo de corbata y un maletín que indicaba que iba camino de su trabajo. También en una mujer que esperaba a alguien, con el abrigo bien ceñido y la bufanda hasta los ojos. Desde el autobús veía a un muchacho, una familia, un hombre paseando al perro, dos amigas corriendo…

Le sorprendían un par de hombres de mediana edad, un anciano, una chica joven y otra mujer mayor que que encontraban diariamente en una marquesina del autobús. Siempre eran los mismos y esperaban el transporte público sin cruzar palabra. No se les veía felices porque distraían la mirada en otro lado de la calle, como el que espera con monotonía que llegue la hora de acostarse.

Lucía los contemplaba cada día y pensaba para sí: <<pobrecitos. Si alguno se animase a decir algo, la espera no se les haría tan larga>>. Pero cada vez que su autobús pasaba por allí, el quinteto seguía con su muda melodía.

Sin embargo, un día pasó algo increíble. Un muchacho joven se había unido al grupo, logrando que todos participasen en una animada conversación.

<<Me gustaría saber qué dicen>>, le comentó Lucía, curiosa, a su amiga, que le hizo un gesto para indicarle que estaba estudiando.

El muchacho que se hallaba de espaldas, se volvió de repente. El asombro de Lucía fue tremendo: una cara simpática sonreía despidiéndose con la mano de los demás, que siguieron hablando una vez se marchó.

Era un muchacho con síndrome de Down, que sin saberlo había hecho algo tan importante para aquellas personas que, a partir de entonces empezarían a verse como amigos.

¿Quién diría que un muchacho con deficiencia mental sería capaz de unirlos? Normalmente se piensa que son estos enfermos los que necesitan ayuda. Pero Lucía, especuló, que <<la peor de las enfermedades es la soledad>>.

Lucía sigue contemplando estos gestos. Según ella, es maravilloso mirar el mundo tras un cristal.