XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

El niño del invierno

Alejandro Salvador, 17 años

                 Colegio La Farga (Barcelona)  

Un crujido alertó al perro, que huyó como alma en pena hacia el otro extremo del callejón. Quien había pisado la ramita era una figura delgaducha que avanzaba sobre la nieve con unos zapatos agujereados y un abrigo de piel. Se trataba de un niño de pelo pajizo y labios amoratados, cortesía del frío. De su mano derecha pendía una botella de alcohol y con la izquierda sujetaba un arma. Los hombros le bailaban al ritmo del castañeteo de sus dientes. 

Aunque se arrebujó en el abrigo, el invierno ruso no perdonaba: aquel año las temperaturas se habían desplomado y muchas personas se habían quedado atrapadas en las tormentas de nieve, también los alemanes.

El niño le dio un trago a la botella de vodka. La garganta le ardió unos segundos y después el fuego se le trasladó al corazón. Stalin quería ganar aquella batalla a cualquier precio y él estaba dispuesto a colaborar. No podía permitir que la esvástica de Hitler ondeara sobre la ciudad del padre de la patria. Si miles de camaradas habían dado su vida para evitarlo, él no iba a ser la excepción.

Unos disparos en la lejanía cortaron la paz del amanecer. Era el anuncio de que comenzaba otro día de combates. El chaval se ajustó el gorro con la estrella roja, se acabó la botella de un golpe y puso a punto su fusil. No era un arma soviética: se la había arrancado al cadáver de un nazi al que se había encontrado congelado. A fin de cuentas, Rusia no podía abastecer a todos los hijos de la patria. Sabía que el presidente contaba con que los soldados fueran lo bastante audaces para conseguir el material necesario para su supervivencia. La alternativa era la muerte.

Serpenteó, apretándose la culata en el hombro, entre los bloques de viviendas que habían sobrevivido a los bombardeos. Los pisos superiores estaban repletos de grietas por los que se colaba el viento. Los de abajo, sembrados de agujeros de bala. 

Al pequeño militar le invadió la sensación de que le vigilaban desde las sombras de los edificios y un escalofrío le recorrió el espinazo. Avanzó, pero un pensamiento le asaltó al pasar por encima del cuerpo de un combatiente: «Qué barrio más triste». Sin embargo, no se detuvo. Tenía el cometido de eliminar a cualquier traidor con el que se cruzara. El sargento fue claro: «Si algún cobarde retrocede y abandona su posición, mátalo. Si no lo haces, su miedo matará a Rusia». 

Se preguntó si de veras era necesaria aquella matanza por defender una ciudad. Además, dudó si la  ciudad era sus edificios o la gente que vivía en ellos, si Rusia es un trozo de tierra o los compatriotas que la habitan. Cuando se dio cuenta de que estaba pensando más de la cuenta, dejó de hacerse preguntas. 

Entonces escuchó los gritos. 

—¡Davai! ¡Davai!... ¡Rápido!

Dos militares soviéticos, uno anciano y el otro adulto, aparecieron por la esquina de la calle que custodiaba el muchacho. No iban armados. Llevaban un pañuelo blanco en las manos enguantadas y el mayor tenía la cara llena de moratones. 

«¡Desertores!», pensó el pequeño, que hizo a toda prisa lo que se le había mandado. Era consciente de que si lo pensaba, no sería capaz de matar. Por eso a los soldados solo les dio tiempo a abrir los ojos antes de que el dedo del muchacho apretara el gatillo. Pero no pasó nada. Volvió a disparar y de nuevo la munición no funcionó. El interior del cañón se había congelado.

El anciano dio un paso al frente y estrelló un puñetazo en la cara del niño, que cayó al suelo, donde gimió sobre la nieve almizclada con la sangre que manaba de su naricita mientras dos siluetas se difuminaban calle abajo. Había fracasado en su misión, había fallado a su país.

Entonces su cuerpo comenzó a sacudirse, pero no por el frío sino por el llanto. El llanto de un niño inocente que se arrepentía de lo que había estado a punto de hacer.