VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

El niño del prado

Carolina Rangel, 16 años

                   Escuela Zalima (Córdoba)  

Desde pequeña he estado sola. Nunca he tenido más amigos que mis muñecos y mi única compañía humana ha sido la de mi hermano mayor. Otra compañera constante es mi enfermedad; no sé mucho sobre ella, pero está agazapada y silenciosa, a mi lado. Me ha atacado cuando más sola me sentía.

Mi madre murió cuando yo nací. Mi padre me culpó de aquella muerte. Por eso nos abandonó a mi hermano y a mí. Él cuidó de mí a pesar de que tenía todas las condiciones para convertirse en un gran músico.

Desde que nací estoy pagando por mi pecado con una enfermedad incurable y me siento culpable por haber arrebatado el gran sueño de mi hermano. Él me dice que no tengo porque preocuparme, pero yo sé que sería un pianista muy famoso. Puedo notar su tristeza en las melodías que toca. Al oírlas, siento cómo una gran angustia entra en mi cuerpo y da fuerza a los dolores de mi enfermedad. A la vez, me quema una infinita ira por ser tan débil.

No sé cómo se llama mi enfermedad. Supongo que es muy contagiosa porque no puedo salir de casa. También sé que es letal porque me queda muy poco de vida. Es un presentimiento que tengo desde hace años. Además, las medicinas no hacen ningún efecto sobre ella.

Vivo en una habitación con cuarto de baño contiguo y una gran ventana que se esconde detrás de unas pesadas cortinas. No tengo espejos, para que no me desespere la visión de mi deplorable rostro. Mi hermano los retiró por precaución, pues temió que tras contemplarme decidiera arrancarme la vida.

Cuando me asomo a la ventana, mi mundo solitario cambia. Nunca he sabido lo que es la alegría, pero supongo lo que es al meditar en lo que experimento al ver la vida a través de un cristal.

Desde mi ventana veo un prado con multitud de flores que se mecen al viento, al que imagino como una brisa muy agradable. El sol revitaliza mi espíritu y me identifico con el trino de los pájaros, que cantan en sintonía con las risas de niños y sus fuertes gritos de excitación ante cualquier juego.

Hace días apareció un niño con ojos rebosantes de felicidad. Verle me hace sentirme querida. Me mira durante horas; siento que entablamos una conversación con sólo mirarnos. Cuando se va, no me siento sola, sino que mi imaginación nos lleva a ese mismo prado y juego con él entre las flores. Desde que le veo, dejé de tener pesadillas. Siento, por primera vez, que tengo un amigo de verdad.

He intentado adivinar su nombre; cualquiera sería bueno. Realmente me gustaría hablar con él antes de morir.

A veces miro al cielo y le pido a mi madre que me conceda ese último deseo, pero lo veo imposible, porque han aumentado mis dolores y el tiempo que debo pasar en cama.

Han pasado algunos meses, ya no hay marcha atrás, puedo presentirlo.

<<Quiero que sepas que voy a llevar en mi memoria el dulce recuerdo de tu sonrisa, querido Thomas>>.