XIII Edición
Curso 2016 - 2017
El paraíso
Pablo Garrido, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Logró alcanzar la cima de la duna. Tenía los pies ensangrentados y le dolían tanto las rodillas que creyó que no podría dar un paso más. La arena, arrastrada por el viento, le zahería como una miríada de agujas. Se desplomó, pero cuando estaba decidido a rendirse alzó la cabeza y lo que vio le dejó perplejo: a unos cientos de metros se alzaban las paredes de un palacio.
Cuatro torres acabadas en punta custodiaban las esquinas del edificio y una colosal cúpula dorada cerraba su estructura. A su vez, un muro de mármol rodeaba la fortaleza, cuyo único acceso consistía en una puerta, abierta de par en par, que dejaba ver un exuberante jardín entre canales que conducían el agua hacia piscinas cubiertas de nenúfares.
Agua… el oro del desierto. No sabía cuánto llevaba sin beber. Sin pensárselo dos veces, rodó duna abajo y echó a correr hacia el palacio. Atravesó la arcada, avanzó por los jardines a través de los pasillos, cuyos bordes estaban rematados por ladrillos de oro y, exhausto, se arrojó al estanque central, en el que las esculturas de cuatro camellos impulsaban desde sus bocas un juego de cascadas. Mientras se regocijaba chapoteando en el estanque, reparó en una puerta color zafiro de la que emergió un hombre alto, armado y musculoso.
—Bienvenido —le saludó con cordialidad—. ¿Qué te trae al palacio de las Mil Lunas, forastero?
-Me llamo Senú y llevo cuatro jornadas perdido en el desierto. He sobrevivido gracias a un poco de agua que tenía almacenada en mi cantimplora, que racioné en pequeñas dosis. Sin embargo, tan solo me duró un par de días.
—Acompáñame al salón del trono. Mi amo se alegrará de recibirte.
Senú siguió al desconocido a través de la puerta, hasta que llegaron a una sala de grandes dimensiones. El suelo se encontraba cubierto por alfombras de colores vivos y en las esquinas había montañas de cojines forrados en seda. Engastadas en las columnas, distinguió numerosas piedras preciosas. Un ventanal en cada pared iluminaba la estancia, mientras una fuente regalaba una dulce humedad al tiempo que por las celosías se colaba la música de unas flautas.
—Espera aquí hasta que llegue mi amo. Partió al amanecer y no volverá hasta entrada la tarde. Ponte cómodo; en seguida te traeremos algo para comer —le comunicó el sirviente.
Aún sobrecogido por la magnificencia de la habitación, se recostó en uno de los grupos de almohadones. Enseguida llegaron unas mujeres, que le fueron trayendo abundantes bandejas de comida, que Senú devoró insaciable.
Había acabado con varios manjares cuando un hombre envuelto en lujosas túnicas se presentó como el secretario del sultán. Se recostó junto a él.
—¿Cómo has acabado perdido en el desierto? —se interesó el recién llegado.
—Como imaginará por mi uniforme, soy militar. Vinimos desde Europa para traer material a una base que se encuentra en las entrañas del desierto. Para realizar nuestra misión, nos equipamos con brújulas y partimos acompañados por un guía que trabajaba para nosotros —dijo con una mueca de desprecio—. Nos encontrábamos a mitad de la travesía cuando nos dimos cuenta de la trampa en la que habíamos caído. El nativo nos había vendido a unos mercenarios, que nos tendieron una emboscada. ¡Fue una masacre!... —exclamó con rabia—. Desperté tendido en el suelo y con un terrible dolor de cabeza. A mi alrededor estaban mis compañeros, todos muertos. No había rastro de nuestros suministros. Fue entonces cuando comencé a andar, sin rumbo. Caminé durante cuatro largos días hasta desfallecer. Sin embargo, cuando la muerte se disponía a llevarme consigo, divisé este paraíso como si de un sueño se tratase. Sacando fuerzas sobrehumanas me arrastré hasta vuestros jardines. Y ahora, aquí estoy...—terminó con voz reflexiva.
—¡Una historia fascinante! Acomódese y descanse cuanto guste, por favor —le rogó el secretario mientras se levantaba.
-—Agradezco su gentileza, pero me gustaría saber dónde me encuentro.
—Descanse, caballero. Ya habrá tiempo de preguntas.
El soldado se dio por vencido y un profundo sueño se apoderó de él.
* * *
—Coronel, allí hay algo —gritó un hombre que vestía uniforme.
Dos militares a camello se acercaron al lugar que señalaba, donde un hombre se hallaba tendido en la arena.
—¡Válgame el cielo! —exclamó el coronel—. ¿Quién es ese pobre desgraciado? Tiene el cuerpo en carne viva por el sol y la boca llena de arena.
Uno de ellos descabalgó del camello y se arrodilló junto al cuerpo.
—Es uno de los nuestros –—dedujo antes de registrar su chaqueta y arrancarle la chapa que pendía de su cuello—. Se llamaba Senú. Era un soldado europeo.
—¿Por qué hablas en pretérito? —le interrogó el coronel.
—No respira, señor. Está muerto.