XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El paseo 

Eduardo Gallo, 15 años

Colegio El Prado (Madrid)

Abro los ojos lentamente. Me encuentro desorientado, sin saber dónde estoy. Miro instintivamente el reloj de mi mano izquierda. Son las seis menos cuarto de la mañana. Hace un frío que pela. 

Me levanto de la cama y subo la persiana cuidadosamente. Todavía es de noche, pero no falta mucho para que amanezca. Me pongo las zapatillas de estar por casa y bajo las escaleras. Me preparo un café, que lo bebo a pequeños sorbos. Poco a poco me voy espabilando y tomo conciencia de que es julio, y que hace dos días llegamos a esta casa de campo.

El silencio custodia la casa. Me pongo una sudadera encima del pijama y salgo sin hacer ruido. Aquí siempre refresca por las mañanas, a pesar de la época del año en la que nos encontramos. Herrier, un labrador de pura raza, se despereza en su caseta al advertir mi presencia. No tengo sueño ni hambre, pero siento la necesidad de ponerme a pensar. 

Vuelvo para coger las llaves que están colgadas en la pared del zaguán y la correa, y me calzo unas deportivas. Entonces salgo de la finca en dirección al estanque. El silencio engranda el crujido de las hojas muertas a cada pisada. Al cabo de un rato, distingo el parpeo de los patos del estanque. Herrier me pide que le suelte para poder adentrarse en el agua. 

Tomo asiento en un banco de madera, todavía húmedo por el rocío de la noche. Doy vueltas a diversas dudas que me surgen. Los primeros rayos del amanecer acarician las copas de los árboles y los patos emprenden vuelo ante un posible mordisco del labrador. El viento mece las hojas y el cielo está despejado, sin una sola nube. Las montañas cierran el horizonte. Me encantan estos momentos, cuando logro conectarme con la Naturaleza y puedo detener las prisas. 

La mañana va avanzando y el calor del verano se empieza a notar. Me ato la sudadera a la cintura. Como dejé el reloj sobre la mesilla de noche, no sé qué hora es, aunque sospecho que no más de las nueve. Doy un silbido para llamar a Herrier. ¡Me gusta tanto verle nadar! En cuanto sale del agua le engancho la correa al collar y, en ese mismo momento, se sacude el cuerpo con fuerza, dejándome perdido. Sé que sonríe, divertido por haberme empapado. Este perro es más listo de lo que parece. 

De vuelta a casa surco una ancha pradera. Aunque siempre la cruzo para llegar al estanque, es la primera vez que me fijo en la belleza del lugar. Me tumbo sobre la hierba mullida y observo las alturas infinitas. Sé que más allá de ese cielo azul está el espacio. 

Así, tumbado sobre el campo, tomo una resolución: me niego a dejarme llevar por las ideologías perniciosas que construyen la sociedad de mi tiempo. 

Una fuerte presión sobre los párpados me invita a cerrarlos. Me llena el pecho una maravillosa sensación de libertad. La brisa me despeina. Deseo que este momento dure para siempre.