XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El payaso Marcelino 

Lourdes Argelich, 16 años

Colegio La Vall (Barcelona)


Vestido de una manera ridícula y con aquel niño pequeño diciéndole bobadas, el joven se preguntó cómo podía gustarle a su amigo ejercer tal oficio. Además, se sentía impotente ante aquel crío maleducado al que no podía reprender, pues conllevaría renunciar al papel de “gracioso” al que estaba obligado. Además, no eran solo los niños que revoloteaban incansables a su alrededor, sino que el disfraz también era molesto: le picaba y le producía un calor sofocante.

Cuando Jorge le dijo que necesitaba un compañero para trabajar en la fiesta de cumpleaños de una chiquilla, Marcelo pensó que iba a ser una manera fácil y rápida de ganar dinero, sin caer en la cuenta de que distraer a veinte niños resulta agotador. Tomó unos caramelos del bolsillo interior de su chaqueta y los dejó caer entre los pequeños, que empezaron a buscarlos como polluelos a los que acaban de echar un puñado de maíz.

La madre de la homenajeada se le acercó para indicarle que había llegado el momento de sacar el pastel. Así pues, Marcelo se desprendió del niño que apretaba con fuerza su pierna izquierda.

–Tengo que ir a buscar la tarta “mágica”.

Al entrar en la cocina miró su cara pintarrajeada en el reflejo del horno y suspiró de puro cansancio. Los músculos de la boca le dolían de tanto sonreír y hacer carantoñas. Al comprobar detenidamente su semblante, se sintió avergonzado. Entonces, detrás de la puerta, oyó la profunda carcajada de Jorge. Conocía de sobras a su amigo para saber que aquella risotada no era fingida.

<<¿Cómo puede resultarle divertido ser payaso?>>.

A Marcelo le picó la curiosidad por saber qué le había parecido tan gracioso, pero se alzaron las palmadas de los adultos, que exigían silencio. Debía ir preparando el pastel, así que sacó una cerilla de la caja anaranjada que había sobre la encimera y, una a una, fue prendiendo las velitas. Los invitados se pusieron a cantar y, por petición de los padres de la niña, Marcelo clavó una pequeña bengala en su peluca. Al encenderla, su cabeza se llenó de chispitas luminosas. 

Al fin abrió la puerta, y entró en el salón oscuro cargando con la tarta. Una vez la depositó en la mesa, se fijó en el intenso brillo en los ojos de la pequeña protagonista de la fiesta. Irradiaban felicidad, y lo miraban a él. Marcelo,  abrumado, para rematar la escena, sacó de un golpe las florecillas que llevaba guardadas en su manga desde hacía unos minutos, y se las entregó con una profunda reverencia. Aunque estas le habían irritado el antebrazo, no le importó; había valido la pena con tal de hacerla feliz. Por fin había entendido a Jorge: trabajar de payaso no es un pasatiempo con el que ganar un dinero fácil, pues exige disfrutar el desempeño. 

Escrutó cada detalle, cada gesto, cada risa infantil para saborearlas. Y sus ojos se cruzaron con los de Jorge, que le regaló una mirada cómplice y satisfecha, sabedor de la transformación que Marcelo estaba experimentando.