IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El piano negro

Pilar Soldado, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

¿Te acuerdas de cuando me llamabas para que viniese a tomarme un café?

-Por supuesto. Siempre me suplicabas que le dijera a Henry que nos tocara tu canción preferida. Una muy lenta, suave...

Se apresuró a enjugarse las lágrimas con el pañuelo. Miré otra vez la foto que Rosalie sostenía en sus manos, cuyo protagonista era un chico de veintiséis años. Dos cejas muy pobladas, como alfombras, sobre los ojos negros y profundos, nariz afilada, labios fruncidos y un mentón prominente. Llevaba un traje negro con corbata y a su derecha había un gran piano negro. Aquel era Henry.

- ¿Carolina? -giró hacia mí sus ojos de perla líquida. Aquella mirada me hizo estremecer, como cuando salió de la clínica y supe se había quedado ciega.

-Aquí estoy.

-En el primer curso de la Universidad aún no le conocía.

-Sí –afirmé mientras mi mente viajaba al pasado-. Lo recuerdo.

Era una tarde de invierno de cielo encapotado. Por pereza y sin ganas de pasar mucho frío, me había quedado en casa haciendo tortitas. Entonces alguien llamó a la puerta. Era Rosalie, mi mejor amiga. “Huele a quemado”, me dijo, tapándose la nariz. Por desgracia, cuando llegué la cocina mi peor presagio se había cumplido: y ya no podría invitarle a merendar. Acabamos en un salón de té oriental, oscuro y cargado de inciensos. Pedimos dos cafés. Cuando el camarero nos los trajo, me fijé en el solitario chico de la mesa de al lado, que bebía a sorbos una taza de té. Era Henry, mi compañero de aula. Las chicas huíamos de él por su aspecto, aunque intuíamos que algo maravilloso se escondía tras aquel físico poco agraciado.

Henry lo sabía todo, todo. Nadie imaginaría a simple vista que aquel era un chico verdaderamente inteligente. Sobretodo destacaba por su generosidad, buenos modales y honestidad. La chica a la que conquistara acabaría por saberse muy afortunada.

A Rosalie se le ponía la cara verde cada vez que se cruzaba con él. Ocurrió también en aquel momento, cuando le pedí a Henry que se sentara con nosotras. Rosalie respondió a su cortés saludo con cara de asco. Pese a todo, Henry conversó con soltura, aunque apenas logró cambiar dos palabras con mi amiga. Noté que le brillaban los ojitos cada vez que miraba a Rosalie. ¡Pobre Henry!

Al día siguiente, en clase, le pregunté porqué le gustaba Rosalie. “Creo que, en el fondo, es encantadora. Estoy seguro de que conseguiré que me muestre cómo tal como es.”

Transcurrieron los meses y Rosalie seguía apartándose de él. Me asombraba cuando ella me confesaba que le desagradaba tanto que ni siquiera podía mirarle a la cara. Hasta que un día, en aquel mismo salón de té, el cocinero cometió una negligencia y el local ardió como una tea. Por fortuna pude salir, arrastrando a mi amiga, que había perdido el sentido al respirar humo. Yo tuve varias quemaduras que no fueron muy serias, pero Rosalie se quemó los ojos y perdió la visión.

-¿Recuerdas cuando fuimos al primer concierto de Henry? -preguntó con voz cantarina Rosalie, sacándome de mis ensoñaciones-. Fue justo después de mi accidente. Pues bien, ahí fue donde comprendí lo mucho que valía Henry. Fue su música, sus dedos deslizándose por las teclas del piano. Fue su voz... ¿Cómo no había sabido apreciarla antes?

-Me pasé casi un año para convencerte...¡Sorda!

-No, Carolina. Sorda no. Estaba ciega. Ciega desde que vi a Henry entrar por la puerta de la clase el primer día en la Universidad. Ciega mientras me contaba sus cosas. Ciega siempre. Así que no me arrepiento del accidente el día del incendio. Al principio me entristecí, porque jamás volveré a ver, pero fue como quitarme la venda de los ojos para poder apreciar al verdadero Henry. Mi visión sobre él era sólo física, y por mi cabezonería llegué a perder mi sentido más preciado. En realidad, si ese era el camino para darme cuenta de con quién me tenía que casar, estoy muy agradecida y no me quejo de mi ceguera –cerró los ojos durante unos segundos, los abrió y continuó-. Ojalá el concierto del veintiuno de marzo no hubiera acabado de madrugada. Henry no hubiera tenido que coger el coche y nunca, nunca... –sollozó–. Pero, ¡no vale la pena recordar los malos momentos! Los años que pasé con él fueron los mejores de mi vida.

-Rosalie, que me vas a hacer llorar -murmuré con los ojos empañados-. Me encantaría que estuviera Henry aquí, para oírte decir todas esas cosas buenas sobre él.

-En realidad, sigo pensando que me escucha y que me ayuda -aclaró tras una pausa-. Él sigue de alguna manera aquí, conmigo, dedicándome su música.

Volvió a pasar los dedos por la foto y luego acarició con suavidad el piano negro del salón.