XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
El pirata Pepón,
un tipo sin suerte
Julio Rodríguez, 15 años
C
olegio El Vedat
El pirata Pepón era un tipo sin suerte que, a sus cincuenta y tantos años, aún no había encontrado el amor. Por eso se compró un loro, para que le dijera cosas bonitas, ya que nunca nadie le había hecho ni un cumplido. El loro Golfín, si bien estaba de oferta, era un ave peculiar, un pajarraco desgarbado que parecía desnutrido, y que daba gritos tan agudos como una flauta desafinada. Pepón lo intentó, pero solamente conseguía que Golfín repitiera una y otra vez:
–Uarrc, uarrc… ¡Nueces, nueces!
El pirata siguió intentándolo.
—Golfín, Golfín, dime cosas bonitas.
–Uarrc, uarrc… ¡Nueces, nueces!
Impaciente, el filibustero sacó del bolsillo de la chaqueta un puñado de nueces y se las dio, confiando en que esa fuera la solución.
—¡Maldito sea el hombre que me vendió este pajarraco!... ¿Loro del diablo, ¿cuándo me darás una alegría? ¿Cuándo me dedicarás algún cumplido?
–Uarrc, uarrc… ¡Nueces, nueces!
Pepón le sirvió las últimas nueces que le quedaban, y el pajarraco descocado soltó un nuevo grito y batió las alas para dar un corto vuelo sobre la cubierta, hasta posarse en el timón. Pepón se sentía estafado, y eso que él era una rata sucia, un ladrón de naves y tesoros que surcaba los siete mares. Así que, como último recurso, decidió acercarse al puerto donde lo había comprado.
Día y noche navegó hasta llegar a su destino. Atracó en el puerto, bajó del barco y se encontró con el vendedor, que conversaba alegremente con una mujer.
—¡Apártese! –insolente, le dio un empujón a la mujer–. Necesito arreglar cuentas con este tipo.
—¿Le interesa comprar otro de mis loros? —le dijo el vendedor, que no desaprovechaba una oportunidad para ganar unos doblones.
—Exijo tus explicaciones, embustero. Me aseguraste que el pájaro que te compré era listo, pero no hace otra cosa que pedirme nueces y chillar, hasta romperme los tímpanos. ¡Es insoportable!
—Tranquilícese, insulso pirata. Voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar; le ofrezco este otro loro parlanchín, de plumas rojas y azules por, tan solo, un doblón —le propuso el con picardía, señalando un ave de mirada arrogante.
El pirata Pepón, que no tenía muchas luces y los negocios no eran su punto fuerte, tras dudar unos segundos, aceptó.
—Emm –dibujó un gesto de hombre con experiencia–, me parece una buena oferta.
Se estrecharon las manos y el corsario volvió satisfecho a su barco.
A la mañana siguiente, cuando el bajel volvía a surcar los mares a toda vela, Pepón se dispuso a comprobar las cualidades del papagayo. Abrió la jaula donde guardaba al animal y lo sacó del cuello, agarrándolo de mala manera.
—A partir de ahora, te llamas Fermín, como el santo de mi tierra –lo apuntó con un dedo–. ¡Vamos, dime cosas bonitas!
Pero Fermín aleteó y despavorido huyó del barco, hasta perderse en el horizonte.
—¡Alubias con chistorra! –se quejó el capitán entre lágrimas–. Qué desgraciado soy… Hasta los papagayos me desprecian.
Después del pataleo cambió de rumbo. Estaba decidido, por segunda vez, a exigir explicaciones al vendedor de loros.
Cuando atracó en el puerto, volvió a verlo, esta vez atendiendo a un hombre interesado en sus pajarracos.
—Escucha, maldito estafador… –sin esperar su turno, soltó un empujón al cliente–. Aquel papagayo era un cobarde que no duró ni un minuto fuera de su jaula. Antes de que me dijera una sola palabra, se escapó. Así que te exijo mi doblón.
—Tranquilícese, sucio criminal, porque voy a hacerle una nueva oferta que no podrá rechazar: le regalo este bonito y parlanchín lorito.
Observó al pájaro, verde y amarillo, con unos ojos brillantes cargados de sabiduría. Y como Pepón no acertaba en sus negocios porque no tenía muchas luces, aceptó el presente.
—Gracias… ¿Acaso hay algo mejor que un regalo?
Volvió a zarpar y, a la mañana siguiente, para que no se escapara al sacarlo de la jaula, le ató la pata a un cabo.
—Te llamas Hermosín. Y ahora, vamos, dime cosas bonitas.
—Uarrc, uarrc –chilló el ave–. ¡Patán, patán…! ¡Fétido, fétido!...
Aquel loro no solo no alababa a Pepón, sino que lo insultaba. El pirata, atónito por aquellas insolencias, le lanzó una mirada de ira.
—¡Ay, madre mía, qué desgraciado soy!... –se dijo– No una, ni dos sino tres veces son las que me han estafado. ¡Qué inocente fui al creer tres veces al mismo sinvergüenza!
De pronto, el loro infló su plumaje, abrió el pico y graznó:
–Si un buen loro quieres comprar, tu bolsillo te tienes que rascar.