VIII Edición
Curso 2011 - 2012
El pomposo funeral de
Bartolomeo Nevares
Mª de los Reyes del Junco Pérez, 17 años
Colegio Entreolivos (Sevilla)
La penumbra invadía la capilla, donde resonaban, entre sus recovecos barrocos, los lamentos de las mujeres que, ataviadas de mantillas polvorientas comidas por las polillas, recibían un salario a cambio de sus lágrimas. Esas lágrimas eran guardadas en pequeños frascos y colocadas junto a la cabecera del difunto, taciturno y desprovisto del color de que da la sangre.
Bartolomeo Nevares pareció agradecer que ese homenaje a sueldo reposara junto a su cabeza vacía. Nunca había sido respetado ni admirado, ni siquiera odiado por el pueblo. No había razón ni para lo uno ni para lo otro. Sencillamente había sido un hombre más que vivía en una casa como las otras en una calle igual a todas las calles de aquel pueblo.
Sin mujer, hijos ni padres.
Al menos que se supiera.
En compensación a todas aquellas lagunas personales, Nevares disfrutaba de una fortuna inmensa. Fue director y propietario de una de las empresas textiles más importantes de España, lo que le permitió conquistar a mil mujeres de mil lugares y conocer el dorado Hollywood de los 50. Sin embargo, el viejo Bartolomeo había ido a parar al pueblecito más recóndito del mapa, después de sufrir el paulatino proceso por el que su nombre fue olvidado y sus acciones comenzaron la cuesta abajo.
Antes de la quiebra definitiva, el viejo de setenta y cinco años vendió, subastó y regaló todos sus bienes. Entonces alquiló una pequeña casa junto a la que pasaba un tren escandaloso cada tres horas y media, siempre puntual, de siete de la mañana a doce de la noche. Invirtió el resto de su fortuna en un ostentoso funeral, como último alarde que reconociera lo que había llegado a ser el gran Bartolomeo Nevares.
Convidó a todo el pueblo a un banquete en su memoria en la mejor marisquería de los contornos. Además, le enterraron en un féretro de marfil labrado con motivos vegetales y una inscripción personalizada de Oscar Wilde: "La Vida verdadera es la vida que no llevamos". Por si fuera poco, contrató a las plañideras activas de toda la provincia, las mismas que ahora le lloraban con desconsuelo a cambio de cien pesetas por mantilla.
Al final, los vecinos se hartaron de centollos, langostas y bogavantes y, embotados de tanto sabor marino, se marcharon a sus casas para dormir (que al día siguiente había que trabajar). El precioso marfil fue tapado por paladas de tierra y las plañideras se guardaron las perras, con las que se compraron un buen jamón.