XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El príncipe que no lloraba 

Raquel Andreu, 17 años

Iale International School (Valencia)

Érase una vez un príncipe que creía que para llegar a ser un buen rey, debía ser fuerte, valiente y racional. Eso era lo que el mundo le había enseñado.

Cuando todavía no se le habían caído los últimos dientes de leche, el hijo de un noble con el que estaba jugando le empujó con malicia por las escaleras de palacio. El príncipe, preso de las lágrimas y magullado, acudió a su aya.

–No llore, mi pequeño príncipe –le dijo esta–. Las lágrimas son para las princesas; los reyes deben ser fuertes.

De ese modo, el príncipe aprendió a no llorar cuando le hacían daño.

Al año siguiente, en unas vacaciones en la playa, el príncipe vio por primera vez la inmensidad del mar. Se acercó a la orilla y metió los pies, después las rodillas, las caderas… De pronto sintió que algo le había rozado el pie. Salió a toda prisa del agua y acudió a su madre, la reina. El susto le había provocado un torrente de lágrimas.

–No llores, mi pequeño príncipe –le dijo esta–. Las lágrimas son para las princesas; los reyes deben ser valientes.

Así, el príncipe aprendió a no llorar cuando tenía miedo.

Poco después, en un paseo por los jardines de palacio, una flor le llamó la atención. Hipnotizado por su belleza fue a cogerla, pero en cuanto su mano agarró el tallo una espina se le clavó en uno de sus dedos. El príncipe, sintiéndose triste y traicionado por aquella flor embustera, rompió en llanto y se presentó ante el jardinero real.

–No llore, mi pequeño príncipe –le dijo este–. Las lágrimas son para las princesas; los reyes deben ser racionales.

Así, el príncipe aprendió a no llorar cuando le desbordaban los sentimientos.

Con el paso del tiempo, el príncipe se convirtió en adulto. Además, conoció a una princesa de un reino vecino, de la que se hizo amigo. Se dio cuenta de que lo que sus mayores le habían dicho de pequeño era verdad: la princesa lloraba, y mucho.

Lloraba cuando le hacían daño, pero después curaba sus heridas y aprendía a defenderse.

Lloraba cuando tenía miedo, pero después se enfrentaba con valor a nuevos desafíos.

Lloraba cuando estaba triste. Y también cuando estaba contenta.

Llegó el día en el que coronaron a nuestro príncipe: fuerte, valiente, racional y sin momentos de llanto. Aunque era un rey, no se sentía satisfecho. Estaba tan decaído que sus consejeros tomaban las decisiones por él. 

En esos tiempos la princesa también se convirtió en reina, la más justa y bondadosa de todas las reinas. Tuvo que enfrentarse a muchos de los problemas de sus súbditos y a toda clase de obstáculos para dominar su reino. Por eso lloraba, pues era débil, miedosa y sentimental. Pero una vez se secaba las lágrimas actuaba con firmeza, valentía y lógica. De ese modo consiguió que en su reino brillara el esplendor.

Al conocer lo que sucedía en el país de la reina, el rey llegó a la conclusión de que él no era un buen monarca, así que se propuso seguir los pasos de la gobernante vecina. Tuvo que desaprenderse de todo lo que le habían enseñado durante su infancia. Y lloró, lloró y lloró todo lo que no había llorado antes: se sintió triste y lloró, tuvo miedo y lloró, fue herido y lloró. 

Una vez brotó su última lágrima, dejó de estar enfadado, pues se había vaciado de los sentimientos negativos que se había obligado a retener en su interior durante tanto tiempo. Al fin se sintió feliz y pudo tomar las riendas de su destino. Se había dado cuenta de que príncipes y princesas tienen el derecho a ser vulnerables, de que para ser fuerte, valiente y lógico es necesario haber llorado antes.