XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

El Pulidor de Piedras

Manena Gutiérrez de San Miguel, 16 años

                  Colegio Entreolivos (Dos Hermanas, Sevilla)  

La noche era fría.

La tenue luz de una farola apenas iluminaba la brumosa Plaza de los Vagabundos, lugar tan despreciado por los nobles de la ciudad que, al acercarse, daban la vuelta a sus carruajes mientras desfiguraban exageradamente el rostro en un gesto de desdén. No soportaban la cercanía de los pobres.

Aquella plaza era mi hogar. Lo más curioso era que ninguno de sus moradores recordaba el momento en el que llegó allí; yo tampoco. Pero, qué importancia podría tener si sólo luchaba por sobrevivir.

Sin embargo, yo escondía un secreto, una fea y sucia piedra que llevaba siempre en la mano. La toqueteaba, unas veces sin saber por qué, otras con infinita avaricia. Al fin y al cabo, era mi piedra, mi bien más preciado.

A veces pensaba que debía enseñársela a algunos de los vagabundos que moraban en la plaza, pero al final siempre me echaba para atrás. ¿Qué dirían de mi piedra mugrienta?... Se espantarían al contemplar su fealdad… Era mejor que siguiese siendo mi secreto, mi tesoro escondido.

Cuando aquella noche el reloj de la plaza anunció las nueve y media, escuché la llegada de un carruaje. ¿Cómo era posible?... ¿Quién podía ser el osado que se atrevía a irrumpir en el lugar más inmundo de la ciudad?... Pensé que se trataría de uno de esos carros que portaban estiércol.

Me equivoqué. Se trataba de un lujoso landó.

Se paró junto a mí y un caballero abrió la puerta. Era el joven más refinado y atractivo que mis ojos habían tenido la oportunidad de contemplar. Elegante, sus facciones poseían rasgos de infinita amabilidad. Al contrario que los demás nobles, no compuso ninguna mueca de repugnancia. Me miró directamente a los ojos y me sonrió.

-¿Qué tienes para darme? -me preguntó a la vez que me extendía su mano.

No pude evitar una risa.

-¿Qué puedo darte?... ¿Te refieres a mí?... Soy pobre; apenas tengo para comer.

Inconscientemente, apreté la mano en la que llevaba mi piedra.

-¿Estás segura de que no tienes nada que ofrecerme? –insistió, mirando de reojo mi puño cerrado, antes de volver a posar sus ojos en los míos.

Yo sabía lo que quería. Sin embargo, tenía tanto miedo... No podía entregarle mi única posesión. Ni siquiera quería enseñarle la fea y sucia piedra, mi salvavidas en el mar de la desesperación. Pero sus ojos...

Lentamente, deposité mi tesoro en su palma. Y cuando sus dedos se cerraron, comencé a llorar. Más aún cuando sacó una curiosa navaja y comenzó a rallar la superficie de la roca. Vi cómo la mugre y la suciedad se desprendían poco a poco. Me sentí vulnerable. ¿Cómo se atrevía…? ¿Quién se creía que era?... ¿Por qué me hacía pasar por aquello?...

Al cabo de un rato, el desconocido me volvió a tender la mano. Sorprendida, reparé en que entre sus dedos se asomaba una preciosa joya.

-Esto te pertenece -dijo el caballero, poniéndomela en la mano -. Ahora, escúchame atentamente: con esta joya puedes hacer dos cosas, o irte de la Plaza de los Vagabundos y comenzar una vida nueva –su mirada se hizo más intensa- o dármela para que la cuide y mantenga, mientras continúas aquí.

-¿Por qué me obligas a elegir?

-¿Ves a todos aquellos vagabundos? –señaló a mis vecinos de desdicha-. Ellos también poseen piedras de valor incalculable, pero no tienen a nadie para pulirlas.

-¿Y por qué no las pules tú?

-Porque aquí tú eres la única capaz de verme.

-¿Cómo? –dudé de haberle entendido.

-Sin embargo, eres visible para ellos.

-¿Adónde quieres llegar?

-Necesito que seas la pulidora de las piedras de la Plaza de los Vagabundos.

Comencé a llorar. Ellos se sentían tan perdidos como yo. Pero asentí; aceptaba el reto. Entonces me llenó una súbita euforia. Y probé el sabor de la felicidad por haberle encontrado un sentido a la vida.

El elegante caballero se despidió y se fue, probablemente a pulir más piedras sucias.

Noté algo en mi mano: era el extraño cuchillo que él había usado para abrir mi corazón.

Sonreí, abrumada.