IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El relojero

Sara Mehrgut, 16 años

                  Colegio Alcazarén (Valladolid)  

En el comercio más antiguo de la calle Gavepin, la lluvia se introduce poco a poco, acompañando los paraguas de la clientela. En el centro hay un mostrador, iluminado por una lámpara de pie. La luz refleja en la pared el contorno de un anciano, cheposo y con la nariz torcida, en la que reposan unas extrañas lentes. En un ángulo, sobre una aparatosa estufa de carbón, pende de la pared un marco que reza: “relojero”.

El hombre anunciado está apoyado en el borde del expositor, la espalda torcida, la camisa arremangada, un lápiz en la oreja y una chaqueta sobre el hombro. En frente de él , un individuo de bigote poblado descansa sobre el mostrador una mano que mueve rítmicamente. Esta inquieto. A su alrededor, el resto de clientes también se impacientan. Los ojos del relojero son muy profundos. Su mirada no corresponde con la que cabe imaginar en un anciano. El personaje del mostacho se decide a hablar:

-Hace varios días le confiamos nuestros relojes. ¿Cuánto más debemos aguardar?

El anciano le mira atemorizado y desafiante a la vez.

-Mis manos ya no son lo que eran. Tendrán que esperar.

Ante esta repuesta, la multitud entra en cólera y, sin respetar su turno, se abalanza sobre la repisa exigiendo sus relojes.

-¡Denme unos días!

Con aire orgulloso se acerca a la puerta y la abre, invitando a salir a los malhumorados clientes. Una vez solo, cuelga el cartelito de “cerrado” y, cojeando, se vuelve hacia su taller. Toma asiento en una silla, junto a un reloj de cuco, con una caja repleta de instrumentos pequeños y ordenados. Sus muñecas se han quedado un momento en reposo sobre el tapete de la mesa. Sus manos no dejan de moverse frenéticamente en su intento de sujetar la correa de un reloj dorado. Alza la vista y mira el reflejo de sus ojos en un cristal mientras piensa:

<<Debo dominar mis manos, que luchan contra el tiempo>>.

La luz sorprende al relojero cuando termina de ajustar las manecillas de un diminuto reloj de bolsillo. El sol penetra en la estancia por una pequeña ventana por la que se cuela un rayo que ilumina las motas de polvo suspendidas en el aire. El anciano está muy cansado; ha terminado todo su trabajo en una sola noche.

Esa mañana nadie quiso molestarlo, los clientes esperaron. Al tercer día, al ver que el cartel de cerrado continuaba a la vista, forzaron la cerradura y aguardaron a que el relojero apareciese. Entonces decidieron abordar la trastienda, donde lo encontraron muerto y rodeado de un “tictac” perfecto y acompasado. Una sonrisa asomaba sus labios. Había fallecido cumpliendo su cometido: dominar el tiempo.