XX Edición
Curso 2023 - 2024
El rey y la luz
Luciana Campos, 16 años
Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)
Caminaba bajo el resplandor de la luna. A su costado derecho aullaba el viento, que barría los restos de una ciudad bajo cuyas piedras yacían las cenizas de un antiguo rey.
La leyenda cuenta que miles de años atrás, en el desierto de Atacama existió el reino de los guatacondos. Javán reinó sobre ellos durante una época próspera, hasta que se elevaron los tambores de guerra.
Un día, mientras Javán paseaba por la azotea del palacio descubrió a una hermosa mujer que lavaba ropa en el río. La brisa mecía sus cabellos mientras con las manos refregaba las telas delicadamente. El monarca, perplejo ante tanta belleza, ordenó a sus hombres que averiguaran la identidad de la joven.
—Se trata de Dalia, hija del mercader Asair y esposa de Ahrun.
–¿Quién es ese tal Ahrun? –preguntó el rey, envenenado por los celos.
–Un soldado de tus ejércitos, majestad. Hace tiempo que partió hacia la península de Itsindi junto a nuestras tropas, para enfrentarse a los umangos.
—Umangos… –murmuró Javán entre dientes–. Pronto me anexionaré sus territorios. Mientras tanto, que lleven a Dalia a mis dependencias. Decidle que su rey la invita a almorzar.
Dalia, abrumada por aquel convite, entró en palacio con temor. Se sentía pequeña ante las columnas de mármol, los tapices, las pinturas, los adornos de oro y plata, la disposición de la vajilla y la res asada. Javán la observaba desde su sitial.
–Toma asiento, mujer.
Dalia no acertaba a decir nada. Estaba sobrecogida: nunca hasta entonces había puesto un pie en el interior de aquella magnífica fortaleza.
Cuando la comida hubo terminado, la bella mujer agradeció la invitación.
—En verdad, majestad, le ha dado ánimos a mi corazón, que está desesperado por volver a ver a mi esposo.
Una sensación de fastidio recorrió el cuerpo del rey.
«Pronto me encargaré de que se olvide del cariño que tiene hacia ese hombre» pensó Javán, al que le habían bastado una par de horas para quedar perdidamente enamorado de Dalia. «Aunque me entregaran el dominio de todas las tierras que alcanza mi vista, no valdría nada para mí si Dalia no me regala su corazón».
De este modo, comenzó a invitarla al palacio con mayor frecuencia, a obsequiarle con distintos regalos y a ordenar que le confeccionaran hermosos vestidos, gestos que incomodaban a Dalia, pues aunque al principio creyó que eran producto de la generosidad del rey, pronto se le hizo evidente que este albergaba otras intenciones. Ella no quería malos entendidos, pues amaba a su esposo con exclusividad.
Durante uno de los almuerzos, el rey le sugirió que lo acompañara al día siguiente a pasear por los jardines de palacio. Dalia vio entonces la oportunidad para poner fin a sus insistencias.
—Gracias, Majestad —respondió, sin atreverse a mirarlo directamente—. Sé que actúa con la mejor intención, pero… pasear juntos por los jardines sería inapropiado, considerando que soy mujer casada. Además, necesito tiempo para terminar de tejer una túnica para Ahrun; será mi regalo para cuando regrese.
En un arranque de ira tras volver a escuchar el nombre de Ahrun, Javán raptó a Dalia y la encerró en una de las alcobas del palacio.
Aquella noche, el monarca tuvo un sueño: se encontraba en su trono cuando el gran portón se abrió de par en par, dejando pasar la luz del cielo. Esa luminosidad era diferente a la emitida por los rayos del sol; era tan destellante que en ella no había ni rastro del azul celeste. Tampoco había nubes, ni aves. Era una luz tan fuerte que el rey se había quedado totalmente ciego. Entonces se escuchó una voz estruendosa:
—Javán, podrás esconderte en tu riqueza y poder, pero yo lo veo todo. Has obrado mal al encerrar a una mujer que no te pertenece. Por ello, eres reo de un castigo. Hazle un regalo a aquel que vuelve de batallar en tu nombre, entrégale a su mujer y no la veas más. De este modo, tú y tu reino seréis perdonados.
El monarca se despertó empapado en sudor, con el corazón galopándole en el pecho. Observó a un lado y otro de la cama mientras apaciguaba su respiración. Pronto logró serenarse. Javán no creía en la existencia de dioses, pues él era el único que detentaba el poder absoluto. Era rey y, por tanto, el único dios de su reino.
Movido por el resentimiento ante la confesión de amor de Dalia por su esposo, escribió un mensaje al general de sus ejércitos:
«Poned a Ahrun al frente de la batalla, allí donde la lucha sea más cruel. Luego, dejadlo solo para que lo hieran y lo maten».
Como se lo había ordenado, el comandante puso a Ahrun frente a los defensores más aguerridos. de los umangos, que se enfrentaron a los guatacondos. Entre los oficiales del rey que cayeron en batalla estaba Ahrun.
—Yo habría hecho de mi vida una pesadilla si Dalia siguiera siendo la esposa de otro —se dijo Javán—. Es hora de que se convierta en mi reina.
Pero la luminosidad no se olvidaba de su advertencia. Él mismo había sido el cerrajero de la llave de su ruina.
Mientras le probaban el uniforme nupcial, el rey recibió una nueva misiva de su general:
«Majestad, no estábamos preparados para esta batalla. Nos ha sorprendido la fuerza de los umangos. Somos más soldados, tenemos mejores armas, pero aún así nos han vencido. Tenían el viento, el sol, cada tiro de flecha… a su favor. Para que no murieran más de los nuestros, tuvimos que retirarnos. Ahora mismo los umangos se dirigen hacia el reino . Ordene a los soldados que protejan la muralla de la ciudad».
Cuando el mensajero real salió a entregar la orden de resistir, la cuchilla de un umango lo alcanzó.
El día señalado para la boda no sonaron las trompetas ni los alegres vítores, sino un aterrador grito de guerra. Los umangos tomaron la ciudad, la saquearon y luego la quemaron. Las voces de auxilio se perdieron entre las tinieblas. El palacio quedó envuelto en llamas. Los lustrosos cabellos de Dalia se redujeron a cenizas, y el rey Javán encontró su fin, dejando tras de sí el eco sombrío de sus últimas palabras:
—La voz de la luz me lo advirtió. Mi necedad y soberbia me han condenado.