XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El salto 

Santiago Pacheco, 16 años

Colegio El Vedat (Valencia)

Se agarró lo más fuerte que pudo a la espaldera. La clase entera coreaba su nombre mientras él hacía todo lo que podía por no mirar hacia abajo. Debía saltar y agarrarse a la escalera, colocada horizontalmente a unos tres metros de altura. Pero no podía… Sus brazos, encaramados a la decimosexta barra de madera, no atendían a razones. 

El profesor consultaba el cronómetro, que parecía que contase los segundos de tres en tres, disminuyendo la calificación de Alex, a punto de perder esas décimas que tanto necesitaba. Pero, al fin, reunió el valor suficiente y saltó. 

Su corazón no había latido tan fuerte en sus doce años de vida. Parecía un metrónomo que marcaba compases en los que su respiración se acompasaba a sus rápidos latidos. Notó la barra de metal de la escalera de mano. Se encontraba bastante alto.

No tuvo tiempo de calcular la caída cuando se le soltó una mano. Un dolor terrible le azotó la otra, que permanecía firme. Se escucharon suspiros y los nervios se acrecentaron en el tatami, pero sin llegar a la tensión que vivía Alex en la escalera. El muchacho consideraba de qué forma iba a caer, cuando un hervor le nació de dentro, trayéndole una fuerza inesperada le animaba a seguir con coraje. 

Alex levantó el brazo y se agarró al siguiente barrote, con un ímpetu desconocido. Avanzó hasta que llegó al último paso, una escalera de mano, esta vez colocada en horizontal, de la que tenía que brincar para caer en una colchoneta.

–¿No podría bajar peldaño a peldaño? –preguntó.

–No –le dijo con firmeza el profesor–. Desde el séptimo peldaño y con voltereta, te pongo un diez. Sin ella, el máximo serán ocho puntos.

Enfurecido, Alex miró al profesor de Educación física, que no apartaba la mirada de su hoja de notas y del cronómetro deportivo. 

Alex no era un chico de físico atlético, pero necesitaba aprobar aquel examen. Empapado en sudor, dudó. Sus compañeros le miraban desde abajo. Vio que la colchoneta verde ya no le parecía tan grande. Sus manos perdieron la presión que ejercían sobre las barras de la escalera, sus pies giraron ciento ochenta grados y lentamente los despegó de las escaleras. 

Notó la sangre en la cabeza, el aire en el pelo, y un silbido en los oídos. El salto se convirtió en un triunfo, del que el mundo nunca se enteró porque quedó encerrado en la intimidad de las cuatro paredes del gimnasio.