XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El sicario 

Brianda Santos, 15 años

Colegio Montesclaros (Madrid)

Un hombre de alta estatura, de cuerpo musculoso y ropas oscuras y distinguidas, caminaba por las calles del barrio bajo, tranquilo pese a estar solo. Con sus elegantes zapatos, que resonaban en la acera, se acercó al portal de un edificio residencial, apartó uno de los faldones de su largo abrigo para sacar un manojo de llaves del bolsillo del pantalón, y abrió la puerta. Ignorando el ascensor, subió las escaleras hasta el tercer piso, donde se detuvo ante la puerta F.

Con su trabajo ganaba un buen dinero y podía comprarse cosas de calidad. Además, no tenía a nadie que le juzgara por lo que hacía ni gente cercana a la que escondérselo. Después de todo, había crecido solo y el tiempo le había enseñado a buscarse la vida. Pero ante lo que se encontró en el felpudo, se quedó paralizado. En todos los años que llevaba ejerciendo de sicario, no había visto nada igual. 

Recuperó su compostura y, con cuidado, recogió el objeto causante de su sorpresa: una bolsita de ositos de gominola que llevaba un papel pegado y que tenía, exactamente, una moneda de cinco céntimos al lado. No le impactaron la bolsa, ni la calderilla, sino el contenido del papelito, que decía así: 

<<Señor sicario, por favor, mate a los niños malos a cambio de estos ositos>>.

Las palabras estaban escritas de mala manera, unidas entre sí, con faltas de ortografía y una caligrafía temblorosa, como si las hubiera trazado un niño de seis años. 

El hombre dudó que aquella nota fuera en serio. Y aunque lo fuera, no iba a aceptar semejante trabajo.

Dejó la bolsa donde estaba y abrió la puerta del apartamento mientras pensaba en la cerveza que se iba a tomar en el sillón mientras disfrutaba de una serie. Pero, para su desgracia, se encontró algo más... Una niña ocupaba el sillón, con las piernas apoyadas en el almohadón y los pies al aire. Tenía el pelo recogido en dos graciosas coletas, y la ropa y las manos manchadas de chocolate. Dirigió sus ojos preguntones al sicario, al que no le había dado tiempo ni de cerrar la puerta. 

–¿No te gustan los ositos? –le habló con aire de decepción.