XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El silencio de la noche 

Blanca Alonso, 16 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Se puso las manos sobre las rodillas. Respiraba pesadamente, tratando de recuperar el aliento. Se fijó en la chica con la máscara de carnaval que tenía ante sus ojos, tan serena, y deseó que su calma la inundara. 

Por la plaza resonó el fragor de unos pies acelerados sobre la gravilla. Entonces se apresuró a correr de nuevo, para dejar atrás a sus perseguidores y a la multitud de enmascarados que le habían hecho pasar desapercibida. Su madre le había suplicado, entre lágrimas, que regresara algún día sana y salva.

Palpó la bolsa que colgaba de su hombro, para asegurarse de que su contenido seguía allí. 

<<Lo he hecho por un buen motivo>>, se dijo, <<no soy una delincuente>>. 

Al llegar a la plaza, el barullo de la fiesta quedó lejano. Se encaramó al primer árbol que encontró, con la esperanza de que los soldados pasaran de largo. Recostada contra el tronco, cerró los ojos y se le escapó un suspiro al rememorar los acontecimientos de los últimos días…

Ocurrió a las cinco de la mañana. Avanzaba hacia los aposentos de su señora, escoba en mano. Llevaba toda la semana planeando lo que por fin iba a llevar a cabo. Antes de entrar en la habitación, respiró hondo. Una gran cama con dosel, y con un revoltijo de sábanas encima del colchón le dieron la bienvenida. No tardó mucho en arreglarla. Cuando se dispuso a recoger el resto del cuarto, el corazón empezó a martillearle el pecho. 

Una vez en casa, corrió al encuentro de sus padres con una sonrisa nerviosa en el rostro. Les contó lo sucedido, anhelando que mostrarán el mismo orgullo que ella sentía por haberlo realizado. Sin embargo, una mueca de terror mudó el rostro de ambos, y el corazón se le cayó a los pies. Lo había hecho por sus padres y por sus hermanos, que eran muchos, para que pudieran salir de la miseria en la que se encontraban. Había arriesgado su vida por ellos.

Durante aquella semana, el delito pasó inadvertido. La familia dejó de pasar hambre. Pero una mañana le despertaron unas violentas sacudidas.

–¡Corre! –le urgió su madre–. Huye lo más lejos posible. 

Y sin dilación, así lo hizo.

Se acomodó entre las ramas del árbol, con la bolsa estrujada contra su pecho. Solo cuando la luna iluminó las calles, se permitió bajar por el tronco para reiniciar su carrera. Saboreaba la libertad mientras el repiqueteo de las joyas robadas llenaba el silencio de la noche.