VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

El sonido de la caracola

Casilda Gomendio, 16 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Blanca y su padre, Lucas paseaban por la playa la ultima tarde del verano.

Desde que murió su esposa, a Lucas lo único que le quedaba en la vida era su hija y ella solo tenía a su padre.

La niña, era la viva imagen de su madre, aunque su carácter era una replica exacta del de su padre.

En unos meses Blanca se iría a la universidad, en la capital y eso tenía a su padre un poco inquieto.

Se sentaron en la arena observando la puesta de sol sobre las olas. Él le tendió una bonita caracola blanca con colores violetas y marrones, erosionada por la acción del mar.

-Si alguna vez no puedo estar contigo en un momento en el que me necesitas, escucha el sonido de la caracola y acuérdate de que siempre me encontraré a tu lado -le dijo mientras le apoyaba la caracola en la oreja para que escuchara.

-¿Te ocurre algo?

-Nada. Todo va a ir bien -la tranquilizó mientras le acariciaba el pelo rubio, largo y suave. Pensó que era como contemplar a su esposa.

Volvieron a su casa, en el centro de la ciudad.

Un mes después, a Lucas le diagnosticaron un cáncer muy avanzado. Los médicos no pudieron hacer nada para salvar su vida. Murió, dejando a su única hija deshecha y sola.

Blanca se fue a vivir con su tía, en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Era una mujer soltera que se consentía todo tipo de caprichos, por lo que la llegada de su sobrina le supuso un contratiempo. Por las noches Blanca lloraba. Se sentía la persona más desdichada de la tierra.

De vez en cuando su tía la llevaba a la costa. Era muy diferente a la de su ciudad: altos acantilados y violentas olas que estallaban contra las rocas. No había mar tranquilo, ni sol ni gente.

Un día se acordó de las palabras de su padre y de la caracola que le regaló. Revolvió la habitación sin encontrarla. Después se sentó en la cama y se echó las manos a la cara. Entonces vio la caja de música. Deslizó los dedos suavemente sobre ella, mirando las letras doradas que decían su nombre. Entre sollozos, la abrió. Allí estaba la caracola, delicadamente envuelta en un papel de seda. La cogió y la observó entre sus manos, se la puso al lado de la oreja y escuchó. Susurraba el rumor de las olas. Podía imaginárselas rompiendo en la playa, con su espuma blanca y los rayos lanzando destellos.

Entonces supo que su padre estaba allí, junto a ella, susurrándole palabras de cariño y ánimo a través de aquella pequeña caracola.

Dos lágrimas se asomaron a sus ojos verdes. Una de ellas se deshizo a mitad de camino. La otra bajó despacio hasta llegar a la comisura de sus labios, provocándole una leve sonrisa. Acababa de entender que tenía la fuerza suficiente para salir adelante y disfrutar de su vida.