XVI Edición
Curso 2019 - 2020
El tal señor Rodríguez
Jorge Gutiérrez Leguina, 18 años
Colegio Munabe (Vizcaya)
La Caja de Ahorros de la comarca de Munguía abría sus puertas a las nueve menos cuarto de la mañana. Jaime se extrañó, pues tan sólo faltaban diez minutos para que dieran las nueve y todavía no había visto a nadie en la oficina. Quizás el viejo Marco le hubiera engañado, o quizás el cartel con los horarios, que colgaba de una cadenita, estuviera equivocado.
De pronto escuchó un tintineo junto a la puerta, como si la estuvieran abriendo. Puso las manos a modo de visera para ver a través del cristal tintado y logró distinguir un brazo, de cuya mano colgaba un manojo de llaves.
No le cupo duda de que aquel brazo pertenecía al señor Rodríguez, el director de sucursal. De él se decía que, a pesar de ser un hombre de cuerpo robusto y diminuta cabeza, conseguía que todo el mundo aceptara sus ofertas. Corría el rumor de que una anciana que poseía innumerables terrenos en la zona, firmó un beneficioso contrato con él. Beneficioso para la Caja de Ahorros, sin lugar a dudas. De hecho, cuando a los dos meses la señora murió, sus fincas pasaron al patrimonio de la entidad. Pero Jaime, el hijo de la difunta, estaba dispuesto a recuperar lo que un día perteneció a su familia.
–Buenos días, señor Rodríguez –le saludó Jaime, apuntándole con un revólver que sostenía en su mano izquierda, al tiempo que se ajustaba un pasamontañas con la derecha.
–Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo? –le respondió el director con una imperturbable sonrisa.
–Sí, la verdad. Me ayudaría mucho si abriera la caja fuerte y me entregara todo el dinero que haya en su interior –le solicitó el hijo de la difunta, adentrándose en la sucursal después de quitar el seguro del arma.
–Siento no poder ayudarle; los empleados no tenemos los códigos de la caja fuerte. Si quiere, puede volver otro día. Quizás el sábado. Sí… El sábado estaría bien, pues el jefe de zona tiene previsto hacernos una visita.
–¡Vuelva a tratarme como a un completo imbécil y le volaré los sesos! –le gritó, clavándole el cañón en su diminuta cabeza.
–Está bien. Haré lo que usted diga –al señor Rodríguez no se le borraba la servicial sonrisa.
–¿Hay dinero en las cajas registradoras?
–Sí, pero si quiere hacer algo, dese prisa. En cinco minutos llegará el vigilante de seguridad –le advirtió, observando su reloj.
Jaime no creyó tal confesión. ¿Por qué iba a darle esa información a un atracador? El señor Rodríguez no era ni tan ávido ni tan inteligente como su madre se lo había descrito. De hecho, le pareció un completo imbécil.
–Entonces abra esas malditas cajas, deprisa –le ordenó Jaime una vez le entregó una bolsa de basura–. Comience por los billetes de más valor.
Apenas en dos minutos el señor Rodríguez terminó de llenar la bolsa con billetes de doscientos y quinientos euros. Se la tendió a Jaime.
–Aquí tiene. Cien mil euros sin intereses ni comisiones –le dijo, sonriendo.
–¿Y ya está? –le preguntó Jaime sorprendido.
–¿Como dice, señor?
–¿No me va a decir nada, ni me va a poner ningún problema para largarme con todo este dinero?
–Oh, por supuesto que no, señor. Lo primero en esta Caja de Ahorros son los clientes. Siempre los clientes. Si usted quiere llevarse cien mil euros, quién soy yo para impedírselo. Y, por cierto, no pierda el tiempo: en un par de minutos llegará el vigilante.
Jaime permaneció inmóvil e incrédulo ante lo que acababa de oír.
–Si le interesa, señor, podemos multiplicar por diez el dinero que contiene esa bolsa de basura– continuó el señor Rodríguez, mirando el paquete de soslayo.
Jaime se convenció de que aquel tipo era un completo idiota.
–No me diga que tiene la llave de la caja fuerte –resopló.
–No, ya se lo expliqué, pero eso no es necesario, créame. Con un simple clic en su cuenta bancaria, verá multiplicado por diez el dinero que hay en esa bolsa. Tan sólo tiene que invertirlo en las acciones que yo le indique –señaló, destilando confianza.
Definitivamente Jaime pensó que aquel hombre no estaba en su sano juicio. Había engañado a su madre, pero era el momento de que Jaime le engañara a él.
–Está bien: inviértalo –le tendió el botín.
–Ahora mismo. Es un placer hacer negocios con usted, señor. El único problema es que, para poder operar en esta oferta, la cantidad debe superar los cien mil euros –se aclaró la garganta– ¿Tiene algo en sus bolsillos?
Jaime sólo llevaba un billete de veinte euros y tres monedas de dos céntimos.
–Con eso es suficiente, señor. Espere un instante –le rogó mientras se dirigía a uno de los ordenadores.
Poco después, con el revólver y el pasamontañas guardados en su gabardina, Jaime abandonó la sucursal por la puerta principal, la misma por la que había entrado cinco minutos antes. Al salir se cruzó con el vigilante de seguridad.
Cuando llegó a su coche, se percató de que había entrado al banco con veinte euros y tres monedas, y de que había salido de allí sin nada en los bolsillos. Pero le recorría una sensación de satisfacción, la misma que le había descrito su madre después de firmar aquel contrato con el tal señor Rodríguez.