XVI Edición
Curso 2019 - 2020
El teatro de la muerte
Alejandro Quintana Doncel, 14 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Se encontraban en el ensayo final, apenas a unas horas de que se alzara el telón para que diera comienzo la primera de las funciones programadas. Ya estaban colocados los elementos del decorado y bien limpios los pasillos y las butacas del teatro Isabel la Católica.
–Ahora llega el momento en el que todos nos damos de la mano –dijo Vera alargando los brazos para formar un círculo con sus compañeros–. ¡Vamos, Sergio! Muestra un poco más de ímpetu.
Sergio Navarro era un hombre de llamativa estatura, amigo de Vera, a la que ayuda en los ensayos.
–Recordad las posiciones – ontinuó la actriz–. Alejandro toma mi mano derecha y...
–No –se quejó Alejandro–. Prefiero tomar tu mano izquierda.
Vera obedeció a Alejandro y alteró las posiciones.
En cuanto formaron el círculo, saltaron los plomos y todo se quedó a oscuras. De seguido se escuchó la detonación de un arma y el golpe de un cuerpo que se derrumbaba sobre las tablas. Los actores, que no podían ver, se dejaron llevar por el pánico, empujándose los unos a los otros.
–¡Que alguien encienda los focos! –gritó Ignacio.
Ángela, guiándose por el tacto, logró dar con la palanca y la subió. Después de unos momentos de desconcierto, soltó un chillido, pues cadáver de Alejandro Del Prado estaba en medio del escenario con una herida de bala mortal en la espalda. Corrieron hacia él para socorrerlo, pero resultó inútil; la bala le había perforado el corazón. Ángela, su prometida, calló de rodillas y empezó a llorar.
–Ha tenido que ser alguien de fuera, un intruso –dijo Fernando apenas sin aliento.
–Eso es imposible, porque he cerrado todas las puertas –le dijo Vera.
–Ahora lo que importa es salir de aquí –intervino Sergio bajo el peso del miedo.
–Entonces voy a coger las llaves –Vera metió la mano en el bolsillo–. ¡No puede ser!...¿Alguien me ha quitado el llavero?
Los allí presentes se vaciaron los bolsillos. Ninguno de ellos las tenía. Tampoco se le habían caído por el escenario ni entre las butacas.
–Vera, ¿cuantas salidas hay? –preguntó Ángela, secándose las lágrimas con un pañuelo.
–Dos: una entre bastidores y otra en los camerinos –respondió Vera.
–Nos dividiremos en dos grupos –sugirió Sergio –. Fernando y Vera, comprobad si está la salida por los bastidores. Mientras, Ángela, Ignacio y yo revisaremos los camerinos. Por favor, estad alerta.
La salida de los camerinos estaba abierta, pero bloqueada, al igual que las puerta de emergencia, cerradas desde la calle. Ignacio empezó a dar puñetazos y patadas a las hojas de metal.
–Tienes que calmarte –Ángela le tomó de los brazos.
–Ella tiene razón –opinó Sergio–. Enfadarse no solucionará nada.
–¿Y cómo creéis que vamos a solucionarlo? –se preguntó Ignacio–. Estamos atrapados, como en La ratonera
–Lo que significa que el asesino también está aquí atrapado –sugirió Sergio-. Por cierto, Ángela, ¿en qué trabajaba tu prometido?
–Era arquitecto –respondió entre sollozos. Y añadió:– También le gustaba el puenting, ya que fue en un club de salto donde nos conocimos. Después fui yo la que lo convenció para que se apuntase a las clases de teatro.
Volvieron hacia el escenario. De camino escucharon un grito de Vera. Corrieron lo más rápido que pudieron para descubrir que no había resultado herida. Era Fernando el que estaba muerto en mitad de las tablas.
–Vera –Sergio se acercó a su amiga–. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
–No me lo puedo creer Vera abrazó a Sergio–. Lo tenía delante de mí. No pudimos abrir las puertas y lo siguiente que recuerdo es el parpadeo de los focos y a Fernando balbuceando
–¿Balbuceando? –se extrañó Ángela.
–Es por el corte en la garganta –le explicó Ignacio.
Taparon los dos cadáveres con una manta de la tramoya y los llevaron hasta una esquina. Sergio se sentó en una butaca mientras observaba a los demás.
<<Si es lo que pienso, he de actuar rápido>>, se dijo.
Las luces se volvieron a apagar y, de seguido, se escuchó el rumor de una navaja al salir de su funda.
–¡No vas a matar a nadie más! –gritó Sergio–. Usted ya no se puede esconder más entre las sombras, señor Del Prado.
Se prendieron los focos.
–¿Cómo me ha descubierto? –le preguntó Alejandro Del Prado, apretando los dientes con ira mientras sostenía una navaja.
–Le felicito –dijo Sergio–; un plan maestro, salvo el echo de que le he descubierto. Ahora el misterio se resumen en saber quién está bajo la sábana. Quizá tan solo un vulgar ladrón, como lo es el señor Del Prado y como lo era Fernando. Seguro que fue un compañero de la celda con un parecido endiablado a usted, al que debió conocer en alguna de sus muchas estancias en diversas cárceles del país, sentenciado por delitos de hurto en su juventud a los que también se sumó Fernando.
–Pero, no lo entiendo –le interrumpió Ignacio–. Cuando se escuchó por primera vez el disparo, él estaba cogido de nuestras manos. ¿Cómo lo hizo para apagar las luces en las dos ocasiones?
–El señor Del Prado es arquitecto y conoce toda la estructura del teatro. Por eso sabe dónde está la caja de fusibles. Todo el plan lo ideó para robar una cuantiosa suma de dinero. Su compañero estaba escondido al lado de la caja de fusibles, así cuando le hizo una pequeña señal, como un movimiento de cabeza, pudo apagar los focos y disparar una bala de fogueo. Cuando fuimos presa del pánico, Del Prado se dirigió hacia donde estaba su compañero y allí, llevado por la avaricia, cogió una pistola con silenciador que había escondido en los objetos del decorado y lo asesinó a sangre fría. Transportó el cadáver hacia las tablas del escenario, donde fingió haber muerto. Cuando Fernando se dio cuenta de que esa persona no era Del Prado sino su compañero, aprovechando que nos separábamos en dos grupos, decidió confesarlo todo. Pero Del Pradotenía otros planes: inutilizó diversos focos y, con sus expertas habilidades para hacer puenting, se ató una cuerda al tobillo y se lanzó desde el telón, para cortarle la garganta a Fernando. Así mató a dos personas, para no tener que compartir la fortuna del famoso gánster Jose Yael, que escondió en este teatro en 1960 antes de cumplir cadena perpetua. Usted, señor Del Prado era el mejor asesino, porque ¿quién iba a sospechar de un muerto?
Alejandro Del Prado soltó el arma blanca que sujetaba, pero antes de que pudieran detenerle sacó del bolsillo de su camisa la misma pistola que usó para cometer el primer crimen. Se apuntó en la sien y accionó el gatillo.