VII Edición
Curso 2010 - 2011
El trayecto
Ariana Ortúzar, 16 años
Colegio Senara, Madrid
Tan sólo había podido atisbar las dos primeras líneas de la noticia que aquel señor iba leyendo en el periódico, cuando se percató de mi curiosa intromisión e inmediatamente se giró para que yo no pudiera seguir leyendo .
“Próxima estación, Avenida de América”, anunció la enigmática voz del metro al tiempo que un par de personas se levantaban de sus asientos con aire distraído.
Movida por el aburrimiento, traté por segunda vez de curiosear en el diario de mi acompañante, pero mis intentos fueron vanos, pues lo sostenía de tal forma que le garantizaba la lectura personal sin intromisiones. Un poco contrariada, decidí centrar la atención en la chica que se acababa de sentar a mi lado. Llevaba una carpeta de gomas azul cobalto que parecía pesar una tonelada. Mientras la sujetaba con el brazo derecho en posición hercúlea, escribía un sms con la mano izquierda a velocidad pasmosa. Era zurda y obviamente llegaba tarde, algo que deduje no sólo por la gota de sudor que le surcaba la frente, sino por la concisión de la frase que apareció en la pantalla de su I-phone: “Sorry! Ya estoy llegando!”.
Pronto se acabó mi entretenimiento. Laura (como decía su carpeta) salió pitando del vagón en la siguiente estación. Aún me quedaban unas cuantas paradas y pensé en sacar mi i-pod para distraerme, pero cambié de idea al ver a dos señoras que acababan de entrar manteniendo una conversación muy animada. Magdalena, bajita y rellena acababa de ganar la partida del bingo y no cabía en sí de gozo. Entretanto, su compañera de andanzas aparentaba escucharla mientras pensaba en sus cosas.
Mi atención fue reclamada por una pareja de chavales que discutía al fondo del vagón; al parecer, él había olvidado la fecha del aniversario y ella intentaba hacer que no estaba dolida, aunque lo disimulaba tan mal que provocó varias sonrisas furtivas a mi alrededor. Pese a que al principio me posicioné (psicológicamente, claro) del lado de la chica, cuando un par de frases después comprendí que llevaban saliendo una semana no pude contener un resoplido que hizo que un par de personas me miraran. Para disimular, esta vez sí que saqué mi música, aunque no le dí al play.
En mi ensimismamiento no me había percatado de la marcha de mi enemigo, el lector del periódico. Al buscarlo con la mirada, me encontré con un chinito que me observaba con curiosidad. Le sonreí, pero pronto me sentí incómoda porque no apartaba de mí su mirada, hasta que, para mi alivio, encontró algo más divertido que yo, una jovencita que lloraba desconsolada cubriéndose el rostro. La mayoría de los viajeros optó por hacer como que no la veía, pero yo que para estas cosas soy muy indiscreta, me acerqué y le ofrecí un clínex. Se quedó petrificada. Tras sonreírme fugazmente y cogerlo, estalló en otra llantina. Cuando regresé a mi asiento, un muchacho se abalanzó sobre él. Llevaba unos cascos que despedían una música atronadora y movía la cabeza de forma arrítmica; me pregunté si la sordera provoca descoordinación muscular...
Por fin, mientras buscaba una nueva presa que me mantuviera distraída, escuché la voz familiar: “Próxima parada, barrio del Pilar”.
Apuré hasta los últimos segundos observando al chaval de los cascos, a la niña que seguía lagrimeando y al chinito, que ahora jugaba con el vestido de su mamá. El resto de los viajeros en los que aún no había reparado, eran también singulares: una señora leía un libro en un idioma extraño mientras su vecino le dirigía miradas perplejas y divertidas. En frente de ellos, un chico demasiado rubio para ser español cabeceaba mientras un señor muy serio, a su lado, se apartaba poco a poco de él.
Tuve que correr para que no se cerraran las puertas del vagón. Una vez en el andén, sentí que el trayecto hubiera sido tan breve.
El metro de Madrid garantiza mi entretenimiento. Ni libros, ni periódicos, ni música... Pudiendo escuchar las voces de las personas y leer en sus rostros, ¡el espectáculo está garantizado! Además, sin precio adicional y de camino a casa.