XX Edición
Curso 2023 - 2024
El triunfo de Gaugamela
Alberto Lizana, 12 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Cuando Alejandro Magno cruzó el Helesponto con cuarenta y siete mil hombres, se enfrentó en la batalla de Issos a Darío III, rey de los persas. Alejandro resultó victorioso y el rey persa huyó.
En la desesperación de Darío por evitar que Alejando cruzara el Éufrates y el Tigris, envió algunas tropas a ambos ríos. Sin embargo, el joven rey macedonio surcó las aguas y avanzó en su conquista del Persia. Fue en la llanura de Gedrosia donde el ejército persa esperaba a las fuerzas de Alejandro. Darío III había ordenado retirar todas las piedras para que sus carros de combate pudieran moverse con libertad para arrasar a sus enemigos y al joven rey que le humilló en Issos. Así, en octubre del 331 a.C. Alejandro, conquistador de Egipto y Asia Menor, se enfrentó cara a cara con el monarca persa.
En la tienda de Alejandro se reunieron sus mejores generales para planear la estrategia para batalla del día siguiente.
—Podríamos aprovechar la noche para un asalto por sorpresa. Así conseguiríamos una ventaja frente a la superioridad de cinco a uno que tienen los persas —propuso Ptolomeo, unos de sus tres generales más fieles.
—O retirarnos en busca de más soldados con los que volver a masacrarlos, como en Issos —Seleo intentó convencer al joven rey, que buscaba el favor del monarca frente a sus otros dos allegados generales, Antígono y Ptolomeo.
—No nos retiraremos ni atacaremos por sorpresa —Alejandro se negó rotundamente—. Lo haremos de frente a plena luz del día, para que todas las ciudades tiemblen al escuchar el nombre del ejercito macedonio —hizo una pausa antes de decir aún con más vehemencia: —. Acudiré personalmente con mi guardia a caballo para matar a Darío III. Entonces sus tropas se desmoralizarán y podremos entregarnos a la masacre.
Darío, a su vez, intentó calmar los ánimos de sus generales, que se temían un ataque nocturno. Aunque sobrepasaban a los macedonios en número de efectivos, su ejército necesitaría tiempo para desplegarse bajo la oscuridad. Por si fuera poco, temían que pudieran incendiarles el campamento. No en vano, habían observado un eclipse lunar. El astro blanco era el símbolo de los reyes persas: que se hubiera escondido bajo el sol la víspera de la batalla decisiva del Impero del creciente fértil, no les trajo buenos augurios. Muchos mandos creían que su rey, Darío III, iba a caer muerto.
Al alba del día siguiente, ambas fuerzas aguardaban la orden de ataque de sus generales. En un lado de la llanura de Gedrosia se había desplegado el ejercito macedonio y egipcio, ya que los hijos del faraón habían donado soldados a El Magno, que se colocaron en el centro junto a la falange macedonia, famosa por sus picas de cinco metros de longitud. A la izquierda había formado Alejandro con un destacamento de caballería. Al empezar la batalla, el joven monarca ordenó que el ejercito se desplazara a la derecha para que sus fuerzas quedaran en posición oblicua.
—¡Cien carros de guerra contra la falange macedonia! —ordenó Darío III—. El flanco izquierdo que persiga a Alejandro, pues el muy cobarde se aleja de la batalla.
En realidad, el rey macedonio creó un hueco en las filas persas, por las que se coló con la mitad de sus hombres, mientras sus arqueros y el resto de la caballería neutralizaban a los catafractos escitas que les perseguían.
En el centro de la batalla, los carros se encontraron con la impenetrable falange macedonia; los que no fueron ensartados por las grandes picas, cayeron en la retaguardia. El rey macedonio embistió a la guardia de Darío y mataron al auriga del carro del monarca enemigo. Éste, aterrorizado, tomó las riendas y se lanzó a la fuga, sembrando el pánico entre los persas, pues creyeron que el auriga muerto era su rey. Alejandro lo habría alcanzado de no ser porque un mensajero llegó por su flanco derecho para pedirle ayuda.
Los macedonios perdieron mil quinientos hombres frente a las cuarenta mil bajas enemigas. Tras este triunfo, el conquistador se marchó a Babilonia, en donde la mayoría de los nobles se rindieron a sus pies. Mientras, Darío III, rey de un imperio que se desmoronaba, huyó a las provincias orientales. Allí lo asesinó uno de sus familiares lo mató por orden de Alejandro.
Tras años de guerra, Alejandro volvió a Babilonia, donde dejó retratada su grandeza en algunos monumentos cincelados en piedra, antes de que, la noche del 10 de junio del 323 a.C. muriera a causa de unas fiebres. Así, no pudo cumplir su propósito de conquistar Arabia.
Tras los funerales reales, Antíoco, Seleo y Ptolomeo se repartieron las tierras del Imperio
—Yo, el mejor de todos, me quedaré con Asia menor y Siria —afirmó Seleo.
—¡Me apropio de Egipto y Palestina! —vociferó el dolido general Ptolomeo, triste por la muerte de Alejandro.
—Y yo de Grecia y Macedonia —proclamó Antígono.
Cada uno de los tres generales se marchó a sus extensas tierras.
Quedó fuera del reparto la región que unía la antigua Persia con la India, a causa de la terrible resistencia de sus habitantes, que se levantaron al conocer el fallecimiento del rey.
Así se deshizo el Imperio de Alejandro Magno.