XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El triunfo del silencio 

Claudia López de la Fuente, 15 años

Colegio Montesclaros (Madrid)

Elena rondaba los siete años cuando asistió a un concurso de música. Antes de comenzar esperó nerviosa, sentada junto a los demás candidatos, con la funda del violín pegada al pecho, hasta que llegó su turno de interpretar la canción.

Como era la primera vez que iba a tocar ante desconocidos, el temblor de sus manos era notable. Su hermana mayor se había despedido de ella en la puerta del teatro, deseándola buena suerte. Olivia era su confidente, la que siempre la apoyaba en todos sus propósitos. Solía decir que muy poca gente entiende el valor de las melodías, y que Elena era una de ellas. Por eso, antes de dejar a su hermana pequeña, a abrazó y le susurró al oído:

–Toca como si yo estuviera en el jurado. ¡Toca para mí!

Pero Elena se convenció de que aquel consejo no iba a servirle de mucho. Poco a poco fue escuchando cómo los demás candidatos demostraban sus habilidades con las cuerdas de sus instrumentos. Y se convenció de que todos eran mejores intérpretes que ella.

Para calmarse, decidió observar el ambiente para luego relatárselo a Olivia con pelos y señales. Empezó por memorizar detalles sin importancia, como que la silla dónde estaba sentada era verde, o que sus zapatos tenían las suelas ligeramente desgastadas… Pero pronto se le fue la mirada al jurado, que lo componían cuatro personas. 

La primera era una mujer mayor con unas gafas inmensas. En aquel momento entrecerraba los ojos para poder distinguir al niño que tocaba el contrabajo en el escenario. Se las quitaba y se las ponía constantemente, intentando ver algo mejor. Elena pensó que estaba allí porque con la música solo hace falta escuchar.

El segundo era un hombre que se movía con lentitud. Tardó lo que duraron dos canciones en coger de la mesa una botella de agua y servirse, y media más en beber un trago. Si fuese una pieza musical, sería un adagio, porque se hacía más pesado que una redonda en un tempo lento. Cuando dio su opinión, utilizó palabras largas y rimbombantes que la niña no llegó a entender. 

La tercera era una joven sonriente. Le recordó a su hermana. Atendía cada prueba con alegría, y de los cuatro fue la que más aplaudió. Después hacía comentarios constructivos y terminaba con la misma coletilla:

–Nos va a ser muy difícil elegir un ganador.

Parecía muy amable. Como Elena creyó que le gustarían las canciones en escalas mayores, cada vez que la miraba la relacionaba con las notas de la tonalidad Do.

El último era un hombre con gesto amargado que no se movía de su sitio, desde donde observaba a los niños sin pronunciar palabra. De vez en cuando pestañeaba, y muy pocas veces hizo apuntes en la libreta que tenía sobre la mesa. A Elena le evocó a Bach, con sus oscuras obras que posteriormente se utilizaron para crear historias de vampiros y monstruos, en escala Re Menor, cuajadas de bemoles. 

Cuando la nombraron se quedó sin respiración. Subió al escenario, sacó el pequeño violín de la funda y se colocó erguida, para interpretar su obra. Estaba tan nerviosa que notaba el temblor de la mano que sujetaba el arco. Creyó que no iba a poder empezar. Los focos la cegaban. Y cuando estuvo a punto de dar la media vuelta para marcharse, recordó las palabras de su hermana:

–Toca como si yo estuviera en el jurado. ¡Toca para mí!

Pero Olivia no era el adagio, ni la ciega, ni Bach… ni siquiera la melodía en Do Mayor. 

Siguió plantada, sin dar una nota. Cada miembro del jurado la miraba impaciente. De pronto, posó el violín en el suelo y se puso a aplaudir.

La observaron con asombro, pero como si les empujara una voz interior, también ellos comenzaron a dar palmas. Entonces la pequeña hizo una breve reverencia, cogió el violín y volvió a su silla. Tenía claro que no iban a elegirla, pero, al menos, se llevaba una graciosa historia que contarle a Olivia.

Los jueces emplearon un rato a intercambiar sus preferencias. Elena estaba tranquila, aunque un poco decepcionada por su cobardía. 

Se levanto Bach, que con su cara hierática enunció:

–Habéis realizado un trabajo excelente, pero uno de vosotros ha sabido interpretar la música de forma distinta. La velocidad, las escalas y el ritmo son importantes, pero eso es lo primero y lo más básico que enseñan las escuelas de música. Por eso, voy a hablaros del candidato que ha ido más allá de una sinfonía, pues ha sido capaz de interpretar la ausencia de sonido –observó lo que llevaba escrito en un papel y alzó los ojos–. El premio es para Elena Otero –la buscó con la mirada–. Gracias, Elena, por tu silencio.

Elena no se lo creía: el fruto de sus nervios le había llevado a ganar. Subió al escenario, confundida, y recogió el trofeo. Estaba segura de que no lo merecía, pero, de igual manera, lo aceptó. Cuando se lo contó a Olivia, esta lloró de la risa. La situación era absurda, y tronchante la manera en que la niña la describió. 

Cuando llegaron a casa, colocó el premio en la estantería que había junto a su cama. A Elena le habría gustado que la jueza hubiera sido su hermana, así que se fue al salón, sacó el violín e interpretó su canción ante los oídos atentos de Olivia. Ya no la temblaban las manos, porque tenía un premio y una satisfacción mucho mayor. Podía ser que aquella pequeña fuese una de esas personas que, además de entender el valor de las melodías, valoran el esfuerzo. Cuando terminó, Olivia soltó su veredicto. Y juntas se volvieron a reír.