VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

El último relato

Marta Rojo Cervera, 16 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Solía ser los jueves, a eso de las siete, cuando nos reuníamos para contar cuentos. Yo, un chiquillo curioso de apenas diez años, aterrorizado ante los rincones oscuros de mi casa cuando mi madre se iba a trabajar, buscaba cualquier excusa para salir. Y mi vecino era el pretexto.

Don Álvaro era de esos hombres que no cambian con el paso del tiempo. Durante los casi veinte años que vivimos puerta con puerta, mantuvo el mismo aspecto: cabello y barba largos y un sempiterno batín azul. Era un anciano excéntrico pero a quien llegué a tomar mucho cariño. Se convirtió en el abuelo que nunca tuve.

A las nueve solía regresar a mi casa, segura ya en compañía de mi madre, sintiendo euforia y frustración a partes iguales. Me sentía feliz por la alegría que desprendían las historias que narraba don Álvaro, pero algo dentro de mí quedaba insatisfecho: quería más, conocer la única historia que mi vecino se negaba a contarme. Su propia historia.

-¿Mi historia? –recuerdo ahora que solía decirme con cierta sorna -¿Que te cuente mi historia?

Yo asentía, ilusionado por el torbellino de palabras que creía próximo, y él me sonreía con el rostro encendido.

-Niño, ¡vete a perder el tiempo a otro sitio que no sea mi salón! Habráse visto... Mi historia… -murmuraba.

-Pero, don Álvaro –me quejaba, combativo-.¿Qué tiene de malo su historia? Seguro que es igual de buena que las que me cuenta. ¡O incluso mejor!

Entonces el anciano solía pedirme que me sentara en el brazo de su sillón y suspiraba. Podía adivinar cierta tristeza en sus ojos, aunque no comprendía el motivo.

-Te prometo, Albertito, que algún día la tendrás. Te doy mi palabra; conocerás mi historia.

-¡Pero yo la quiero ahora! –me atrevía a replicarle.

-Hay ciertas cosas de mi vida –casi susurraba– que no entenderías todavía.

Llegados a ese punto, alarmado por la tristeza en la mirada de mi amigo, no me quedaba más que resignarme.

-¿Quieres un buen relato? –don Alvaro rompía la tensión-. Entonces, abre la ventana… No seas tímido, ¡de par en par! Eso es. Y ahora, veamos –decía mientras escrutábamos el intenso ajetreo de Madrid -.¿Quién será hoy nuestro protagonista?

Durante unos momentos me dedicaba a escoger, desdeñando a todos los ejecutivos de traje oscuro y maletín, y a las hordas de niños que gritaban y corrían.

Recuerdo haber elegido, entre otros, a mendigos con ropa andrajosa a quienes don Álvaro atribuyó secretos inconfesables; a parejas de ancianos, peligrosos espías internacionales; a obreros que caminaban cansados tras una agotadora jornada, héroes de magníficas hazañas, e incluso a deportistas que corrían en chándal, entrenándose para las próximas Olimpiadas.

Por más sencilla que fuera la apariencia del personaje, mi anciano amigo se las arreglaba para darle un toque de misterio y aventura, y para mantener hasta el final el suspense en su narración.

Hoy, veinte años después, todavía puedo verle sentado en su sillón. Por eso decidí tocar a la puerta de su casa de nuevo.

Tras no obtener contestación, la encontré abierta. Respiré hondo y entré con la nota que el portero me había entregado de parte de don Álvaro esa misma mañana.

<<Querido Alberto,

Cuando leas este papel, ya no estaré vivo.

Han pasado muchos años desde aquellos memorables jueves por la tarde. Solo confío en que me recuerdes. Habrás crecido, madurado, pero quizá el niño que conocí no se haya ido del todo.

El paquete que encontrarás en el salón es tan solo el cumplimiento de una promesa que te hice hace mucho tiempo. ¿Recuerdas?... Mi historia. Ahora es tuya. Cuando la leas, entenderás mi empeño en olvidarla.

Tuyo,

Álvaro Díaz. >>

En efecto, ahí estaba el paquete prometido, cerca del sillón en el que solíamos charlar. Lo miré con respeto. Se trataba de lo que siempre había esperado conocer. No era un relato otro fantástico. Era una historia verídica y misteriosa. Su pasado. Su historia.

A punto de abrir el paquete, dudé. Me asaltaron imágenes de aquellos años, de todas las tardes que pasamos juntos él, yo y los protagonistas de las historias que don Álvaro se inventaba.

Abrí la ventana y me dediqué a contemplar el tráfico. ¡Cuánto le echaba de menos! Por mi mente pasaron todos los personajes cuyas vidas inventamos. Vidas ficticias, producto de la imaginación de un anciano y de su pequeño vecino. Y entonces comprendí hasta qué punto me había equivocado.

Media hora más tarde, cerré tras de mí la puerta de la casa de mi viejo maestro. En su interior, al lado del sillón, quedaba un paquete sin abrir.