IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El vendedor de libros

Pablo Soriano, 18 años

                 Colegio El Vedat (Valencia)  

“ ... Habiendo dejado mi tierra, mi vida, lo que amaba, ahora, sin otra compañía que la de la soledad, me disponía a cruzar el inmenso mar azul hasta donde se pone el sol, siguiendo por las noches el camino que dejas reflejado en el agua dormida, ¡oh luna opalina!, viendo en el espejo azul el reflejo de historias de navegantes perdidos, velas blancas en el horizonte, barcos naufragados...”

Hasta esa mañana, jamás había faltado un domingo al mercadillo. Llegaba antes de que el sol iluminara con sus rayos mañaneros el campanario de la iglesia. Traía sobre su carretilla libros de héroes y leyendas, epopeyas de caballeros andantes, molinos gigantes, historias de amor y venganza. Los compraba rotos y viejos, los arreglaba y todos los domingos venía al pueblo para venderlos. Yo le contemplaba desde mi ventana como leía y acariciaba con cariño esas de aventuras de mundos literarios. Le veía reír con sus libros y con sus libros también le vi llorar. 

Mi volumen preferido era el del joven leonés que atravesó mares y océanos en busca de su padre perdido.

“... Hace ya diez años que abandoné mi hogar, a  mi madre y mis hermanos, en busca de mi padre quien, sin más, un día desapareció. Ni un adiós, ni una mirada, ni lágrimas en sus ojos. Mi madre envejeció encerrada en su habitación y su pesar. De esa manera emprendí un viaje como los que se cuentan en las historias de aventuras que tanto me gustaban.

Mientras cruzaba el inmenso azul, a veces amigo, otras enemigo, vino a caer sobre mi barco una tormenta que lo hundió. Y en el feroz océano perdí la noción del tiempo. Todo se hizo oscuro...”   

Desde que mi madre enfermó, “El vendedor de libros” -que así le llamaba, pues nunca supe su nombre-, me dejaba que continuara con esta historia que tanto me gustaba. A cambio, debía coser las páginas y unir los pliegos. El volumen tenía muchos años y no era más que pequeños fragmentos, completos, pero sueltos. Con mucho cariño, en su maleta, me traía las hojas sueltas, me sonreía, me daba un beso en la frente y yo regresaba junto a mi madre yacente para seguir leyendo. Ella llevaba ya muchos años en cama y apenas podía moverse. Los médicos le dijeron que no viviría más de un año. Llevaba tres, y estoy segura de que por mí no estaba dispuesta a morir.

“... Desperté frente a las costas de África. Un barco de comerciantes portugueses me había rescatado en alta mar y me llevaron con ellos a Cabo Verde. Allí conocí el hambre y la pobreza, hasta perder la esperanza. Maté para sobrevivir. Más tarde quise dejar de vivir.

Conocí a un cazador inglés que me ayudó a volver a España. Me instalé en la cálida Andalucía, lejos de mi hogar. No quería volver a casa. Hacía ya más de treinta años que había dejado a mi familia. Había luchado por encontrar una vida, la de mi padre, y perdí la mía. En estos años de búsqueda deshonré mi nombre y el de mi familia. Perdí mi alma, la vendí a bajo precio, e hice lo que jamás cabrá en mente humana. Odié a mi padre, a toda mi familia, a mi mismo. Me encerré en los libros de aventuras de verdaderos héroes, no como los de la vida real. Leía para olvidar mi vida y soñar con otra mejor...”

Yo sufría con mi personaje, mi amigo. Quería ayudarle a encontrar a su padre. Y no entendía por qué no quería vivir. Mi madre, que moría, me decía que ella tampoco, y cuando me levantaba de su cabecera la escuchaba llorar. Yo era muy pequeña y aún no entendía el por qué de sus lágrimas.

Los domingos, cuando me acercaba para recoger el siguiente capítulo, le contaba al vendedor de libros la historia de mi personaje. Él me dijo que aún no había leído la narración, que lo haría cuando yo acabase de coser todos los capítulos. Le conté mi problema y me confesó, pensativo, que hay personas que no encuentran sentido a la vida y prefieren acabar con ella, que mi amigo, al salir en busca de su padre buscaba también un sentido a la suya. Al buscarla donde no estaba, pues era junto a su madre y en su casa donde se encontraba, la perdió creyendo que los héroes de los libros existían en la realidad. Me preguntó qué hubiese hecho yo, y le contesté, en mi inocencia, que pedir perdón y le dije que sí existían las historias de héroes. y que basta una lágrima sincera para ser perdonado.

“...Creí haber encontrado en mis libros una manera de dejar de vivir mi vida. Pero cuando más perdido estaba, encontré una razón para seguir viviendo: una joven. Su mirada me comprendía, sus palabras me llenaban. Y sentía latir de nuevo mi corazón.”

Me alegré por mi amigo literario.

-¿Te das cuenta de que sí existen los héroes? -le dije al vendedor de libros.

“... No entendía cómo una muchacha tan joven podía devolverme, hombre perdido, el deseo de que el tiempo esta vez sí pasara para volver a hablar con ella. Niña de mis sueños...”

Incluso mi madre lloró de alegría por la marcha del relato.

Tuve que esperar hasta el domingo para hablar con El vendedor de libros. Me acerqué hasta su puesto. Pero estaban sus novelas, no él. Le esperé durante un tiempo. Hasta ese día jamás había faltado un domingo al mercadillo. Cogí el capítulo y lo leí allí mismo.

“... me había hecho ver mi realidad. Mi vida ya no estaba allí, debía volver a mi casa. Dejé mis libros, y sobre ellos, un clavel de color rojo para ella. Con lágrimas en los ojos marché a mi hogar, volví junto a mi madre y fui feliz.”

Jnto a la mesa del vendedor, sobre los libros, la muchacha descubrió un clavel rojo.