XVI Edición
Curso 2019 - 2020
Elia
Jorge Buenestado, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Desde la base de la montaña se contemplaban los altos muros del castillo, cincelados en tiempo inmemorial. Eran tan altos como los imponentes torreones, antaño rematados por hogueras en un afán de guiar a los viajeros. Sus puertas colosales, que salvaguardaron a los moradores de la fortaleza, llevaban años clausuradas. Las fuentes de los patios interiores, las más bellas jamás esculpidas, se encontraban secas tras años sin lluvias. Pero en el interior de las paredes, que todos los habitantes del antiguo reino creían deshabitadas, resonaba un llanto.
Provenía del corazón del castillo, entre las celdas, cocinas, despensas habitaciones y salones en los que antaño se celebraron coronaciones y funerales. En una pequeña alcoba, una niña miraba fijamente los fragmentos de un espejo roto desperdigados alrededor de sus pies.
Se llamaba Elia y se sentía sola. No conocía a otra persona, pues solo el silencio recorría aquellos largos pasillos, guardados por armaduras que habían perdido el lustre. Nadie brindaba en el salón banquetes, salvo la niña.
Solo unos pocos viajeros lograron atravesar el perímetro de las murallas y entrar a la fortaleza, pero no fueron capaces de superar los desafíos presentados por el castillo ni conocieron a Elia, que los observó desde la distancia, oculta en pasadizos y escondites y a través del pequeño espejo encantado, que terminó por fragmentarse a los pies de su cama. Ninguno de aquellos caballeros volvió a salir por los portones.
Elia consiguió algunos objetos de los visitantes de la fortaleza: un librito encuadernado en el que guardó sus historias y una capa negra que en ocasiones utilizaba como manta y almohada. Al escucharlos descubrió que no era la única habitante del mundo, lo que le hizo sentirse abandonada. También comprendió que sobrevivía a la muerte de aquellos hombres, ajena al paso del tiempo y las enfermedades.
Un día, siglos después de la última visita, entró en el castillo nuevo viajero que llegó envuelto en un aura misteriosa de coraje, ya que estaba dispuesto a desentrañar las leyendas de aquel lugar.
Elia pasó varios días estudiándolo a través del espejo, hasta que reunió valor para ir a conocerlo: estaba decidida a que le viera cara a cara, a hablar con él.
Cuando se encontraba a unos metros del viajero, el corazón le palpitaba desbocado. Se sentía fuera de sí misma. Respiró hondo y entró en el corredor por donde caminaba el caballero. Se detuvo a una docena de pasos frente a él y esperó a que el desconocido reconociera su presencia. Pero este no reaccionó. O hizo como que no la veía, o fue incapaz de verla.
Cuando el viajero avanzó por el pasillo, salvando la distancia que los separaba, Elia alargó uno de sus brazos para tocarle. Pero sintió que el extraño la atravesaba como si ella fuera de aire, sin sentirla.
Elia profirió un grito. Después siguió al desconocido, que entró en la alcoba y miró los trozos de espejo diseminados por el piso. En ellos solo se vio a sí mismo. Elia, horrorizada por ser invisible, huyó, dejando atrás salones y cocinas, habitaciones y corredores. Se había dado cuenta de que era un reflejo del pasado, un recuerdo olvidado, un fantasma anclado a las piedras de la fortaleza. Y que estaría sola para siempre.