IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Ellas

Patricia López Santos, 16 años

                Colegio Montespiño (La Coruña)  

El sol se desangraba en el horizonte, resistiéndose a desaparecer tras la árida llanura de lo que antaño había sido un extenso lago. No soplaba ni una brizna de viento. Los animales, cansados, reposaban inmóviles bajo la enteca sombra de un puñado de acacias secas. Parecía uno de esos días en los que la excesiva calma augura una tormenta inminente. Pero no en aquel lugar, porque allí nunca llovía, pensó Marta. Durante todo el tiempo que llevaba en Etiopía no había visto caer del cielo ni una sola gota de lluvia. Únicamente sol: día tras día, semana tras semana… Aquel sol inclemente que lo abrasaba todo. Se sintió, de pronto, muy cansada y cerró los ojos. ¿Cuánto tiempo había permanecido allí, inmóvil, mirando el horizonte? Al cabo de un rato volvió a abrirlos. Todavía se sentía débil, pero estaba más segura de sí misma. A pesar de todo, pensó, la experiencia africana estaba siendo la más maravillosa de su vida. Aunque le doliese renunciar a tantas cosas...

A miles de kilómetros de allí otra joven cerraba los ojos con gesto cansado. También caía la tarde en aquel barrio residencial de La Coruña, en un frío e intempestivo día de diciembre. En cualquier otro lugar el fugaz chaparrón precedería a la aparición del arco iris. Pero no aquí, suspiró Ana. ¿Por qué nunca brillaría el sol? La hermana pequeña de Marta apoyó la cabeza contra el cristal, aburrida de mirar al exterior ¿Cuánto tiempo llevaba en la misma posición? En La Coruña se sentía como el pájaro cautivo en una bella jaula de oro. Lo tenía todo, menos la libertad. Aunque no quisiese aceptarlo, en el fondo sabía que no había tomado la decisión correcta. Su hermana había renunciado a sus cómodas vacaciones para ayudar a gente paupérrima que no podía darle nada a cambio. Sin poder evitarlo, Ana recordaba una y otra vez su reacción cuando Marta le anunció que quería irse a África. Todavía oía a sus amigas preguntar, extrañadas, qué mosca le había picado a su hermana. Ana, molesta, salía al paso respondiendo abruptamente que no intentaran entenderla.

En aquella pequeña aldea siempre había alguien a quien ayudar. Enfermos, niños, ancianos… Nunca quedaba tiempo para uno mismo. Marta era muy presumida. Lo que más añoraba eran sus conjuntos de ropa –siempre a la última- y el maquillaje. No era muy guapa, lo sabía; por eso nunca salía de casa sin arreglarse un rato frente al espejo. Dedicaba mucho tiempo a escoger la ropa que vestía y soñaba convertirse en diseñadora de moda. “¡Dios mío! Si me viesen mis amigos ahora…”, pensaba a menudo. Aunque ella lo ignoraba, si la viesen ahora les habría parecido mucho más atractiva. Quemada por el sol, delgada, descuidada… Pero había algo nuevo en ella, algo que atraía y que le daba gracia a su piel morena, su boca pequeña y sus ojos grandes.

No sabía qué hacer para mantenerse ocupada. Nada la entretenía. No había ni una sola cosa en su lujoso chalet capaz de apartar de su mente el instante en el que había contestado con desdén a su hermana: “¿Contigo a África?. Lo siento, pero no soy misionera”. De repente tomó una decisión. Salió de casa sin despedirse y bajó a la calle. Al doblar una esquina vislumbró entre las luces navideñas un pequeño rótulo verde con el nombre de una conocida ONG. Dudó un instante, miró a ambos lados y entró al fin con paso decidido. Media hora más tarde Ana salía con un puñado de papeles y una sonrisa en los labios. Qué curioso, pensó: el sol parecía brillar.

Iban a construir un pozo. Los largos meses de sequía se harían más llevaderos con agua potable. Los aldeanos, entusiasmados, se habían ofrecido a ayudar a los voluntarios. Trabajaban de sol a sol, impacientes por acabar la tarea. Al final de cada jornada, Marta ni siquiera sentía la áspera esterilla que utilizaba como cama. Con tanto ajetreo, ya casi se le había pasado la tristeza por la indiferencia de su hermana y la incomprensión de sus amigas. En la distancia, perdonar resultaba fácil.

Ana tardó pocos días en organizarlo todo. Unas cuantas vacunas, los pasaportes, el billete de avión… En sus maletas no cabía ni un alfiler; aunque de ropa y objetos personales llevaba tan sólo lo imprescindible. En esta ocasión las había llenado de cosas prácticas: alimentos, productos de limpieza, juguetes… Le costó desprenderse de algunos de sus recuerdos de infancia, pero al hacerlo se sintió feliz.

Pensó que aquello era un espejismo, que no podía ser verdad. Habían empezado las celebraciones por la finalización del pozo. Todo el pueblo se había congregado en la plaza: cantaban y bailaban al son de instrumentos tradicionales. Le habían enseñado sus danzas a Marta y ella también se movía en corro con las demás mujeres de la aldea. De repente escuchó un motor en la distancia. Al poco atisbaron un jeep destartalado que se acercaba entre las dunas. El coche se detuvo y de la parte trasera saltó una joven de aspecto frágil, con la piel clara y los ojos grandes. Saltaba a la vista su parecido con Marta. Ana dio unos pasos al frente, vacilante, y miró a su hermana. Marta no se movió. Tenía sus ojos clavados en la recién llegada y una expresión indescriptible en el rostro. La música cesó y sobrevino un silencio tenso que nadie se atrevió a romper. La mente de Marta funcionaba a mil por hora. Al fin respiró hondo y corrió hacia su hermana. Las dos se fundieron en un abrazo.

El avión tardaría aún varias horas en aterrizar en La Coruña. Ellas habían deseado que este momento no llegase nunca, pero no había indicios de tristeza en sus rostros. Tan sólo nostalgia. En sus cabezas todavía resonaban los cantos de las mujeres etíopes.