XI Edición
Curso 2014 - 2015
Empleado 195
Eduardo Sanz Campoy, 16 años
Colegio Mulhacén (Granada)
El empleado 195 trabajaba en una gran compañía. Su cometido era simple: se sentaba en la habitación 195 y presionaba las teclas cómo y cuándo se lo ordenaban. Y a pesar de que mucha gente podría considerar este un trabajo insoportable, era feliz.
Una jornada, el empleado 195 se quedó durante horas frente al escritorio sin que ninguna orden le llegara. Nadie le daba las instrucciones de qué hacer. Tampoco le dieron los buenos días ni encontró a quien se tomara un café con él, cosa que nunca jamás, en los años que llevaba en la compañía, había sucedido. El empleado 195 se encontraba confundido.
Caminó hasta la sala de juntas, pensando que, quizás, se había perdido una reunión, pero allí tampoco había nadie. Entonces se armó de valor y decidió hacer algo para lo que no estaba programado, que supondría un punto de inflexión en su vida: acudir al despacho de su jefe sin orden previa.
Conforme subía las escaleras de caoba, se maravillaba con los retratos al óleo. Pero nada le impresionó tanto como la puerta del despacho: dos hojas de roble con relucientes pomos de oro custodiadas por una pareja de estatuas de mármol.
El empleado 195 entró tímidamente, pero tampoco había nadie. Avanzó y descubrió una pequeña rendija por la que pudo ver una sala llena de maquinaria.
Se adentró temerosamente en las profundidades de aquella sala, sin la supervisión de un superior.
Se trataba de unas instalaciones de tubos metálicos y luces parpadeantes que se extendían a lo largo de un centenar de metros, junto a un panel luminoso que anunciaba: “Máquina de control mental” junto a un interruptor.
¿Como había podido vivir engañado durante tanto tiempo? ¿Cómo alguien había tenido la malicia de fabular un plan tan despreciable? Estupefacto por semejante maldad, se dirigió al interruptor dispuesto a poner fin a aquella farsa.
Pero la posibilidad de controlar las mentes de sus compañeros se le hizo extremadamente tentadora. El 135, siempre presumiendo de su lujoso coche; la irritante 56 con su estridente gusto por la moda, el 203... ¡Todos ellos podrían estar a su merced! La mera idea le hacía reír de emoción.
Entre un torbellino de sentimientos, se decidió. En un acto de rebeldía apagó aquel diabólico invento.
Un estruendo comenzó a resonar por la habitación. Insoportables alarmas comprimían el ambiente. El empleado 195 estaba aterrorizado. Pero, de pronto, todo se detuvo. Después sonó una explosión.
En medio de la oscuridad de la sala se le mostró el firmamento. Le inundó una sensación de felicidad, mayor que cualquier experiencia que hubiese sentido antes.
Había roto el yugo de su esclavitud. No tenía ninguna duda: aquello era libertad.