IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

En blanco

Pedro Gómez Alberdi

                  Jesús-María CEU (Alicante)  

Un chaval ilusionado sueña con escribir una gran obra y convertirse en el escritor más importante del mundo, en la figura más luminosa de la literatura, en guía e influencia de los que hoy sueñan y mañana serán escritores. Este chaval lucha por terminar la gran obra, por escribir la última palabra del último capitulo. El problema es que este chaval lleno de sueños es, en realidad, un anciano muy anciano llamado Víctor.

Víctor se levanta por las mañanas y se toma sus pastillas con el desayuno. Habla muy rápido con la gente porque, según dice, tiene que escribir una gran obra y no puede perder tiempo. Y entonces se atraganta y esos ángeles vestidos de blanco que a veces lo molestan y a veces lo ayudan, corren a ayudarlo y le separan los labios temblorosos y babeantes e introducen entre sus dientes unas garras de dedos blancos que hurgan en su garganta y arrancan aquello que casi lo asfixia para que pueda seguir respirando, para que pueda seguir escribiendo. Entonces Víctor, con la voz arañada por los afilados dedos que han surcado lo profundo de su boca, dice a todo el mundo que se marche. Y se libra de esos ángeles vestidos de blanco que suelen ser mujeres y que huelen muy bien. Esas mujeres, que son mucho más jóvenes y guapas que él, que al oírlo carraspear, gruñir, vociferar y refunfuñar intentando hacerse un hueco silencioso y tranquilo entre las batas blancas que corren ondeando de un lado para otro, le acarician la calva y le dicen: “¡qué mono!”.

“Pobrecito Víctor”, dicen otras, y se recogen las manos en el pecho blanco y menean la cabeza mirándolo desde lejos. “Dejadlo escribir, dadle un ratito de silencio”. Y se alejan arrastrando las zapatillas de suela de goma y vuelven a él con más pastillas en el fondo de un vaso blanco. Víctor las mira y, antes de tragárselas, piensa asqueado que en ese lugar hay demasiadas cosas blancas, que eso no le inspira y que solo consiguen hacerlo sentirse más cerca del blanco de las nubes, de las nubes del cielo, del cielo del Señor, de un lugar que lo apartará de su escritura. Y el anciano chaval Víctor no se rinde y refunfuña y refunfuña, y hunde sus uñas en la calva y su lápiz en la hoja blanca. Pero la obra definitiva, la suprema, no llega, no alcanza con ese lápiz, no se traza con la fuerza de esa luz. En ese asiento nunca podrá concebirla y ese lugar inmenso y blanco nunca podrá inspirarla. Y Víctor llora en la oscuridad y se retuerce en su lecho, y los ángeles blancos le encienden la luz y lo acarician y borran su desesperación.

El chaval Víctor no habla mucho con la gente. Tras la trinchera que ha formado con el lomo de su libro observa el exterior y espera, asomando la cabecita calva, a que al otro lado no haya nadie para poder salir. El caso es que desprenderse de esos personajes, de esas palabras que forjan verdaderas almas, le produce un dolor profundo, le oprime los pulmones y le va robando el aire. Lo que hace que, después de un tiempo separado de las páginas, se abalance sobre cualquiera de esas historias escritas para inhalar su viejo aroma y volver a respirar. Y lo lee y lo engulle todo, y su cerebro marchito suelta el humo de una maquina que no puede esforzarse más.

Los ángeles blancos preguntan que edad tiene ese viejo escritor, ese excéntrico anciano. Unas dicen setenta y seis. Otras, solo setenta. Algunas hablan de más de ochenta. Pero en realidad ninguno de esos ángeles blancos sabe cuántos años lleva el anciano tratando de exprimir el mundo para escribir con su jugo la gran obra, cuántos años hace que nació. Pero es que ese no es su trabajo: los ángeles blancos solo le cuidan, le sonríen y le dan las pastillas. Y no dejan de ser ángeles blancos que huelen muy bien.

Los días pasan y Víctor trata de recordar cuánto hace que se trasladó a aquel universo blanco. Él no lo sabe y nadie a quien pregunte se lo dirá. “Eso no importa, Víctor. Usted tómese las pastillas”. Y Víctor las traga y despeja su espacio en el gran salón, un salón repleto de chiquillos arrugados como él, que pasean de pared en pared, que babean y a veces se caen al suelo. Igual que él.

La cosa es que Víctor nunca dejó de ser un chiquillo, porque sigue albergando las mismas ilusiones, porque en su cielo siguen brillando las mismas estrellas. Y todas las mañanas y todas las tardes Víctor hace un esfuerzo por despejar su espacio en el gran salón. Un espacio donde siempre hay una silla robusta y blanca. Un espacio en el que te puedes sentar frente a una monumental ventana. Y ese espacio intenta llenarlo Víctor de paz y silencio antes de ocuparlo. Pues allí se sienta cada día y, con lápiz tembloroso, escribe garabatos en un papel blanco y mira el horizonte tratando de inspirarse. Atraviesa el cristal y vuela entre las nubes. Cuenta las copas verdes de los árboles y desciende hasta tocar con la punta de sus dedos el manto del océano azul. Cubre su visión con los parpados y aún así lo ve todo, y pasea con los pájaros y vuelve a oler el perfume del campo. Lo más importante de este ritual diario es que, por fin, Víctor puede inspirarse y además, dejar de vislumbrar el blanco.