XVI Edición
Curso 2019 - 2020
En casa
Martín Pérez García del Prado, 14 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Se desplomó.
Al abrir los ojos se encontraba en pie, en lo que parecía ser un túnel, iluminado tan solo por dos antorchas que flanqueaban un portón metálico. Estaba encadenado por los tobillos a otros hombres, todos ellos más altos y corpulentos que él, envueltos todos por un hedor inhumano. Se sentía aturdido. Lo último que recordaba era que estaba en casa, cenando con su esposa y sus hijos. No entendía nada... Intenró gritar, pero no fue capaz de formular una frase completa. Sudaba.
Tras unos minutos de temblores y escalofríos, se puso en marcha junto a aquel grupo de hombres hacia la puerta metálica, lo que le supuso un gran esfuerzo dado su estado físico. Allí les esperaba un anciano jorobado que empujaba una carreta rebosante de cascos, lanzas, espadas, rodelas y demás herramientas bélicas, que no estaban en muy buen estado. El viejo le facilitó uno de aquellos oxidados cascos, un yelmo y un mandoble. Se vistió con aquella armadura y empuñó la espada, cuyo peso le sorprendió.
Cuando todos lo encadenados dispusieron de armamento, el jorobado hizo girar un torno que elevó la puerta. La intensa luz que invadió la estancia le cegó.
Al cruzar el dintel, sus sentidos se pusieron en guardia. El suelo era arenoso, como café. Habían pasado a una plaza redonda, rodeada por un muro de piedra sobre el que había unas gradas que estaban a rebosar de gente. El bullicio de aquel público se avivó con una estruendosa ovación. Entonces el anciano les liberó de los grilletes.
Observó que había otras siete puertas, exactamente iguales a aquella por la que habían aparecido en el círculo de arena. De cada una de ellas salió un grupo de hombres también armados. Supo que no podía luchar, jugarse la vida contra aquellos desconocidos. ¡Tenía una familia!
Los hombres que había en la arena gritaron al unísono:
–Ave….. morit…… salutant!
A continuación, los combatientes se enzarzaron en una sangrienta contienda. Él no supo reaccionar; la impresión de aquella pesadilla le había paralizado.
Sintió que los años de felicidad junto a los suyos iban a volatilizarse en un suspiro. Los golpetazos de metal contra metal le estremecían. No sabía qué hacer.
Para cuando quiso darse cuenta, dos tipos habían echado a correr hacia él batiendo las espadas. Aunque le temblaba el pulso, no quiso abandonarse y, con un rápido movimiento, atravesó el hombro de uno de ellos. Pero al otro le bastó un gesto para rebanarle la garganta.
Notó el frío del suelo; ya no había arena. No le fue necesario que abriera los ojos para entender que estaba tendido en su cocina. Ya no llevaba el yelmo, ni las protecciones ni la espada. En su lugar vestía su cómoda bata de algodón. Su mujer, al ver que se había despertado, colgó el teléfono móvil y lanzó una risa nerviosa con la que expresó su alegría y alivio. Entre sollozos, junto a sus hijos, acudió a socorrerlo.
Había sido demasiado real, pero trato de olvidarlo. Al fin y al cabo, estaba en casa.