XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

En donde todo empieza

Aida Caro, 19 años

                 Colegio Altaviana, Valencia  

En una noche de alcohol de las que no importa la hora, el hombre que nunca dormía salió del bar hacia una calle oscura por la que no había un alma, en busca de otro lugar en el que dejarse caer para ahogar sus penas.

Se adentró en el corazón de una Valencia que parecía dormida hacía ya muchas horas. Sin embargo, no le costó mucho encontrar el siguiente bar, uno de aquellos pubs de cervezas baratas y rincones oscuros. Al cruzar el umbral de la puerta, alguien le agarró del hombro y le susurró al oído:

-¿Es que no vas a cambiar nunca de vida?

-Ya no recuerdo que exista otra –respondió Carlos con voz de derrota.

-No has vuelto a verla, ¿verdad?

El hombre que siempre estaba solo no contestó. Se dio la vuelta y salió de aquel antro. No podía disimular el efecto que le habían causado aquellas palabras.

Llevaba meses sin verla, aunque era una gran mentira decir que se encontraba así por ella. Ya era un hombre solitario mucho antes de conocerla. Sin embargo, no hubiese mentido al decir que no había vuelto a ser el mismo.

Se olvidó de sus bares, de sus largas caminatas sin rumbo y de sí mismo. Esta vez su destino era la casa de aquella mujer que nunca estaba sola.

Llegó a su portal un poco antes de que las campanas de la catedral marcaran las cinco de la mañana. Llamó insistente a su telefonillo, pero nadie contestó. Voceó su nombre como si pudiera escucharle, pero solo recibió el grito de una señora diciéndole que no eran horas para hacer el tonto. Buscó su número en el móvil; no recordaba que lo había borrado hacía mucho tiempo.

La ilusión momentánea volvió a dejar paso a la tristeza a la que parecía estar acostumbrado.

Ya había tenido bastante por aquella noche.

Volvió a casa. Estaba cansado, derrotado. Entonces, en el portal se la encontró, sin haberlo esperado. Era ella, una mujer de pelo oscuro, vestida con una camiseta de tirantes y con unos pantalones vaqueros que marcaban su cintura.

No supieron qué decirse. Se miraron durante un buen rato; parecía que sobraran las palabras.

-Temí que te hubieses olvidado de que siempre nos encontrábamos en tu portal –rompió ella el silencio.

-Y yo temía que te hubieses olvidado de que siempre soy yo quien sale a buscarte.