XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Encuentro en las alturas 

Blanca Jiménez, 14 años

Colegio María Teresa (Madrid)

Todos los años, la primera semana de agosto se realizaba una excursión al valle de la Laguna Morada con el equipo de escalada de algunos de los institutos de España, incluido el mío. Yo, por desgracia, formaba parte de él. Y digo “por desgracia” porque mis padres me obligaban a ir.

Así que me encontraba, después de cinco horas de autobús, rodeada de gente que no quería acercarse a mí. Para ellos, sin razón aparente, yo no existía.

Reconozco que los primeros dos días realicé las actividades obligatorias. Eso sí, ante las voluntarias, prefería quedarme en mi cuarto y leer alguna de las novelas que me había traído de casa, mientras a través de la ventana me acompañaba un maravilloso paisaje montañoso.

La tercera noche decidí volver a leer, por si de esa manera me inundaba el sueño. Pero no lograba cerrar los ojos. Así que me puse el uniforme, me acerqué a una de las paredes rocosas del recinto y empecé a escalar. 

Antes de proseguir, tengo que explicar que me inicié en la escalada a los ocho años, y no me desagradaba. Pero mis padres me impusieron largas horas de entrenamiento que terminaron por despertarme un rechazo a este deporte. 

Cuando llevaba más de la mitad de la pared, seguía sin estar cansada, así que aumenté la velocidad. Unos largos minutos después coroné la cima. Como respiraba con ahogo, tuve que arrodillarme. Estaba mirando hacia abajo cuando una voz me sobresaltó.

–¿Te encuentras bien?

Levanté mi cabeza y me encontré con un chico a pocos metros de mi. Estaba sentado con unos auriculares y un mp3 en las manos. Tenía una melena oscura que le cubría toda la cara, salvo los ojos, que eran verdes y se distinguían en la oscuridad. Pensé que debía de haber venido con otro instituto, porque no lo había visto antes.

–Sí –le respondí mientras me ponía de pie–. Perdón por interrumpirte; ya me voy. 

–No pasa nada, te puedes quedar.

Dio un par de palmadas a la roca, indicándome que me sentara a su lado. Y lo hice.

Pasamos mucho tiempo juntos. Hablamos de su familia, de mi familia y de la presión que yo sentía por no decepcionarles. Me contó de su mascota y le conté de mis hermanos. Él se refirió a los suyos. Le compartí mis libros favoritos y él me dio a conocer sus grupos de música. Coincidimos en lo mucho que nos gustan los superhéroes de Marvel. Nos reímos con anécdotas en los institutos donde estudiábamos, de nuestras asignaturas favoritas… Hablamos de todo y de nada. Y hubo momentos de silencio en los que me di cuenta de nuestra rápida conexión, de lo fácil que iba a ser hacernos amigos y de lo especial que puede convertirse una persona en cuestión de horas.

–Y así fue– finalicé.

–¿Así conociste a papá? –me preguntó Alicia, mi hija de nueve años

–No me lo trago –dijo Lucas, su mellizo.

–Pues preguntadle a él y veréis lo que os cuenta –le reprendí mientras les hacía cosquillas a ambos a la vez.

Mi marido entró por la puerta y sonrió al vernos.

–¿Os divertís sin mi? –preguntó sonriendo.

–Mamá nos estaba contando cómo os conocisteis –le explicó Alicia. 

–¿Ah, sí? –me miró.

–Sí. ¿Ahora nos lo cuentas tú? –le rogó Lucas.

–Vale, pero después a dormir. 

–¡Prometido! –dijeron a la par.

Y fue entonces, mientras Carlos les narraba la historia que tantas veces habían oído, cuando me volví a darme cuenta de lo feliz que soy junto a él.