VII Edición
Curso 2010 - 2011
Entre hermanos
Rubén Jiménez Sequero, 13 años
Colegio Mulhacén (Granada)
-¡Maldita sea, David! Te has quedado dormido... Vamos a llegar tarde al instituto por tu culpa.
-No llegaríamos tarde si no fuera porque te lleva siglos arreglarte en el baño.
-Si no te quedaras de madrugada jugando con la consola...
-Ahora resulta que yo soy el culpable... ¿Y tú, qué? Siempre con el móvil enviando mensajes y con el ordenador hablando con tus amigas. Si hoy me he quedado dormido, ha sido por casualidad.
Todas las mañanas ocurría lo mismo con mi hermana.
Nuestra relación era de todo, menos cariñosa, una suma de discusiones e improperios. Algunas veces, incluso, llegábamos a hacernos daño de verdad. No sabíamos cómo solucionarlo porque el orgullo impedía nuestra reconciliación.
Aquella mañana debatíamos en la acera, esperando sin mucha atención a que el semáforo se pusiera en verde cuando, cansado de la testarudez de mi hermana, di un paso al frente, arrebatado de furia. Escuché un grito ahogado y giré la cabeza para contemplar cómo el rostro de mi hermana se tornaba de una expresión de ira a una de horror. Volteé la mirada y se me heló la sangre: un autobús se acercaba a gran velocidad. Cerré los ojos.
De pronto, una sensación calurosa invadió mi cuerpo. Sentí cómo si un puñado de arena chocara contra mi piel. Mi olfato se colmó de un aire cargado e irritante.
Todo se quedó envuelto en un silencio sepulcral. Lo que mis ojos captaban era la imagen de un desierto de arenas finas que se extendía hasta el difuso horizonte. Anduve un tiempo, bastante prolongado, atravesando dunas. Me golpeaba el hambre y la sed, cuando, de pronto, algo captó mi atención: mi hermana yacía arrodillada en el suelo, sola y triste. ¿Por qué lloraba?
Ocurrió hace unos años. Habíamos tenido una fuerte discusión y le solté algo delante de sus amigas que la hirió. Lo peor fue reparar en que aquella no fue la primera vez que sucedía algo parecido.
Quise entender el verdadero motivo de su congoja, pero fui incapaz. Entonces miré a mi alrededor: el desierto caluroso, denso y vacío, mi soledad.
Ahora me daba cuenta, había sido mezquino. Tenía que haber luchado por cuidar a hermana y, sin embargo, la había despreciado. Me había convertido en un hermano cruel.
Quise acercarme a ella para consolarla, pero cuando hice ademán de tocarla, su cuerpo se desvaneció en arena y se introdujo en mis ojos con un soplo de aire.
Cerré los párpados. Cuando los volví a abrir, me encontraba de nuevo en la acera. Contemplé a mi hermana cabizbaja y pasándose la mano por el rostro, limpiando el rastro de algunas lágrimas.
Cerré los ojos desbordado por la frustración. Los volví a abrir y entonces la vi, dando un paso adelante, hacia la carretera, a pesar de la presencia de aquel autobús, que ésta vez avanzaba hacia ella y no hacia mí.
Mi brazo se alargó como un resorte. La agarré por el jersey y tiré con todas mis fuerzas. A la vez, me sentí empujado hacía cuando, súbitamente, el autobús pasó ante mí a toda velocidad. Me di la vuelta y pude reconocer el rostro de mi hermana Celia.
En aquel momento quise decirle muchas cosas: “Celia, lo siento de verdad, he sido un estúpido todo este tiempo. Estoy cansado de que nos peleemos, de que nos hagamos sufrir y estoy dispuesto a tragarme mi orgullo para llevarme bien contigo. Eres mi hermana pequeña y te quiero”, pero sólo fui capaz de balbucear “Lo siento”.
Sus labios murmuraron, exhaustos:
-Idiota…
Me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza contra mi pecho.