XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Entre la casa y la parada 

Jaime Llop, 18 años

                  Colegio Munabe (Vizcaya)  

De lunes a viernes, padre e hija bordeaban el parque en coche. A veces en silencio, otras hablando, se dirigían a una parada de transporte público. Aquel rato en coche suponía casi la mitad del tiempo que él pasaba con su hija. Por las tardes ella se encerraba en su cuarto a estudiar, salvo durante un pequeño paréntesis a la hora de la cena.

En la parada se despedían. 

—Adiós. Te quiero.

—Adiós. Yo también.

Se sentaba en un banco a esperar al autobús que la llevaba a la universidad. Desde allí observaba el coche, que se deslizaba por la rotonda y desaparecía entre el tráfico, como si se lo tragara un remolino de mar. Sabía que él continuaba su trayecto hacia el trabajo, que sintonizaba la radio y escuchaba cualquier emisora. 

—Tengo una noticia que darte –le dijo él por la noche.

—¿Qué es? 

—Me voy a ir Stamford. El viaje me lo paga la empresa.

—Que suerte. ¿Dónde está Stamford?... ¿En que parte de América?

—No, no... Está más cerca, en Inglaterra –sonrió–. Pasaré dos días y dos noches. Si Stamford estuviese en América, nada más llegar tendría que volverme —exageró y, tras una pausa, puso una cara más seria—. Vas a tener que vivir sola hasta que vuelva. Te las arreglaras, ¿verdad?

—Sí, claro. 

El día que su padre se marchó, cenó macarrones directamente de un táper. No le apetecía despertarse media hora antes para llegar puntual a sus clases. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente sonó la alarma se sintió enérgica e ilusionada por alterar, aunque fuera un poco, su rutina.

Nunca había caminado tan pronto por el parque. Habitualmente lo cruzaba por las tardes de vuelta a casa, cuando estaba atestado de niños. Por la mañana le pareció otro lugar. Le resultó vivificador respirar bajo las grandes magnolias. Se cruzó con gente que caminaba en silencio y se sintió en armonía con el ambiente íntimo y reposado del lugar, apenas interrumpido por el claxon de algún coche en los límites de aquel jardín. 

Los semáforos cambiaban del rojo al verde y del verde al rojo. Cuando vio la parada del autobús, se sorprendió de lo rápido que había llegado.

Al día siguiente volvió a despertarse temprano. Esta vez se fijó en el canto de los pájaros. Por las tardes solo se oía el griterío de los niños, así que hasta ese momento no se había dado cuenta de la presencia de aquellas aves. No las vio, pues se escondían entre las ramas, pero las escuchaba perfectamente. Las tiendas estaban cerradas y por las calles apenas había circulación. <<Son arterias por las que no pasa la sangre>>, pensó, relacionándolas con lo que estudiaba aquellos días. Sin duda era un caso de anemia; a la calle le faltaba hierro. Soltó una carcajada y en unos minutos llegó a la parada, embriagada de la tranquilidad que desprendían las magnolias.

El tercer día se despertó con ganas de caminar, pero tuvo que cambiar de planes: su padre había vuelto la noche anterior. Seguramente querría acercarla en coche para contarle cosas del viaje. No sabía que las piernas de la universitaria pedían movimiento, pero su corazón no deseaba herirle. 

Con la ventana bajada escuchaba la voz de su padre –que le explicaba algunas singularidades de Stamford– mezclada con el trino de los pájaros. Fue hermoso. 

Desde la parada vio el vehículo deslizarse alrededor de la rotonda y desaparecer, igual que siempre, como si se lo tragara un remolino de mar