XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Estatuas de ceniza

Carmen Almandoz, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Exce

Hubo llantos de bebe, ladridos de perro, relinchos de caballo, gente corriendo en todas las direcciones, desprendimientos en los edificios, fuego, gritos que de repente se convirtieron en un penetrante silencio. En medio del caos, una niña que se tapó los oídos al tiempo que exclamaba: 

–¡Papá!...

Se trataba de Agneta e iba descalza. Se chocaba con la gente que corría despavorida: madres con sus bebés en brazos y los más mayores agarrados a sus faldas, ganaderos que llevaban a sus ovejas a lugar seguro, comerciantes que portaban objetos de sus almacenes y ladronzuelos que aprovechaban aquel desorden para robar.

Algunos vecinos decían que había llegado el fin del mundo, pues temblaba el suelo y del cielo caían cenizas y pavesas. Todo estaba bañado en humo y un polvo caliente. De hecho, a Agneta le ardían las plantas de los pies, su vestido estaba empapado en sudor y el pelo se le había pegado a la cara. 

– ¡Papá!... –insistió.

Su respiración se aceleraba a medida que crecía la densidad del humo. Quiso tomar una nueva bocanada de aire, pero no pudo. Se ahogaba... Instintivamente arrancó un girón de su ropa para taparse la boca. Todo comenzó a darle vueltas, pero volvió a encontrar fuerzas para continuar su búsqueda.

Una vivienda se desplomó entre las llamas, a unos metros de ella. La temperatura se había hecho insoportable. Se pasó la manga por la frente para secarse el sudor y al mirarla, vio que se había tornado rojiza.

La calle estaba sembrada de cadáveres y de moribundos que pedían socorro. 

<<¿Estará muerto?>>, se preguntó.

Reparó en un hombre tumbado boca abajo. Tenía los mismos rizos castaños que su padre. Al darle la vuelta, se encontró que tenía los ojos cerrados y que una cicatriz le atravesaba la cara. Se acercó a él. De pronto, el moribundo abrió uno de sus párpados.

 –¡Socorro!– chilló, como Agneta fuese un espectro.

La niña se alejó de él lo más rápido que pudo. Cuando necesitó recuperar el aliento, el suelo volvió a temblar, esta vez con más fuerza todavía. Perdió el equilbrio y cayó al suelo, lastimándose una rodilla. Entonces escuchó que alguien chillaba a unos metros. Entre el humo vislumbró a un hombre que se agarraba un tobillo con fuerza. Fue en su auxilio. 

–¡Papá!– se abalanzó a sus brazos y él la llenó de besos–. Tenemos que irnos –le repitió impaciente mientras le tiraba del brazo. 


Su padre la miró lleno de ternura y pesar. 

–Hija, no puedo caminar –. Le enseñó el tobillo. Agneta vislumbró una herida de color morado.

Hubo un estruendo y una masa de fuego, como un monstruo hambriento, se aproximó a ellos a una extraordinaria velocidad.

–No perdamos más tiempo; te ayudaré –. Pero la fuerza de Agneta no era suficiente.

 La lava estaba a punto de alcanzarles.

 –¡Corre, Agneta!... ¡Corre!

–¡No! –replico la niña con lágrimas en los ojos mientras hundía el rostro en el pecho de su padre.

***

–Estamos en uno de los lugares más inquietantes de Pompeya –dijo el guía–. Aquí podéis ver una serie de figuras. Son personas que quedaron cubiertas de lava.

Los turistas contemplaban maravillados aquellos restos petrificados, que fotografiaban con denuedo.

–¡Parece que se están abrazando!  –exclamó un niño, que señaló una figura compuesta por dos personas, una de mayor tamaño que la otra. 

Los turistas se estremecieron, pues no lograban entender cómo habían llegado esos dos individuos a morir de aquella manera.