XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Examen en blanco

Cristina Melero, 16 años

                  Colegio Zalima (Córdoba)  

La tensión que se acumulaba en la sala se podría cortar con una sierra mecánica. Respiraciones agitadas, tics en la pierna, últimas miradas a los apuntes, mordiscos al bolígrafo, oraciones… La suerte estaba echada: el profesor comenzó a repartir el examen.

Un papel sobre la mesa, dos horas por delante y un bolígrafo determinarían el futuro de cada alumno.

Nervioso, escribió su nombre y dos apellidos con letra arrugada y rápida, listo para atacar a las preguntas con el ingenio que empleó David ante Goliat.

Había llegado el momento de la verdad, el de ganar la recompensa a tantas noches bajo el flexo. Colocó bien los papeles que tenía para sus correcciones en sucio, tamborileó con los dedos sobre el bolígrafo, agachó la cabeza y se dispuso a leer el primer enunciado.

Tras leerlo varias veces, se le aceleraron las pulsaciones y una gota de sudor le bajó por la espalda. No sentía el cuerpo y la cabeza se le había quedado hueca: no tenía idea de qué contestar.

Antes de entrar en situación de pánico, controló la respiración y volvió a leer el enunciado, esta vez más calmado.

<<Tranquilo; pasa a la siguiente>>, se dijo.

Era una pregunta larga, con varios apartados que se desarrollaban a partir de los anteriores. El primero estaba redactado de manera confusa, sin aclarar qué información se le pedía. Aún con la mente nublada, decidió no responder. Habían pasado diez minutos desde el inicio de la prueba. Miró a su alrededor: algunos de sus compañeros habían terminado el primer ejercicio.

Leyó por encima todas las preguntas, pues buscaba alguna que pudiera responder con rapidez. Quería quitarse la ansiedad de no haber rozado todavía el papel. Pero se dio cuenta de que era incapaz. Desesperado se llevó las manos a la cabeza y resopló. Había perdido ya quince minutos.

Quedarse en blanco había pasado de ser una pesadilla a convertirse en realidad. No podía recordar absolutamente nada de lo que había estudiado. Estaba bloqueado. ¿Cómo actuar? Imaginó lo que ocurriría: gritos en su casa y caras de falsa compasión por parte de sus amigos. Lo peor de todo sería su conciencia: le recordaría este fallo el resto de sus días. Además, tendría que volver a presentarse un año después. ¡Todo un curso perdido!

No recordaba el momento en el que decidió estudiar esa carrera. Por tradición familiar, por su buen expediente o porque la licenciatura tenía mucho prestigio… Desde niño todos le decían que tenía que ser médico.

Allí estaba, frente al examen de ingreso. Pero, ¿y si no era su sitio?

Todos habían dado por hecho que la medicina era su vocación. En casa, de pequeño, jugaba a curar juguetes. Pero los juguetes no hablan ni se quejan; no tienen sangre ni vísceras.

Era realidad, seguía oyendo una voz interior que venía ignorando desde hacía tiempo. Pero ahora, cuando por primera vez se enfrentaba a sus propios sueños, se daba cuenta de que quizá nunca soñó con ser nada, pues no le habían dejado la oportunidad de hacerlo, de decidir.

Aún quedaban una hora y veinte minutos de examen. Pero no quiso continuar. Se levantó y, ante la mirada atónita de los profesores, dejó encima de la mesa un examen tan blanco como su cabeza.

Empezaba de cero, dispuesto a encontrar su lugar.