XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Fantasmas del pasado
Marta Zamora , 15 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Le daba vueltas la cabeza; quizá había bebido demasiado. Aunque su lema era que no se bebía nunca lo suficiente, esa noche hizo una excepción, escuchando por una vez el consejo del camarero tras la barra:

-Es tarde, Pedro. Deberías volver a casa.

Esa noche no hubo respuesta por parte de Pedro, que cabizbajo y aturdido por el alcohol, dejó el local para salir al frío de la noche. El desfile de luces y colores de camino al piso parecía un cuadro pintado por un niño de tres años al que hubieran dejado unas acuarelas e invitado a hacer lo que pudiera con ellas: manchas de diversos colores se movían a toda velocidad a su derecha, emborronadas y confusas. Las estrellas eran pegotes brillantes sobre una lona oscura y amenazante, y el resto era tan parecido entre sí que no sabría describirlo sin errar. Andaba con cuidado de no tropezar, dando pequeños traspiés, tratando de recordar por qué se encontraba en aquel estado.

Mareado, se sentó en un banco mientras contemplaba las animadas manchas pasar frente a él. ¿Qué razón había motivado que abandonara una carrera de éxito y una vida prácticamente resuelta? La respuesta era su secreto mejor guardado; ni siquiera las señoras entradas en años -que parecían saberlo todo sobre su vida, y cuchicheaban a sus espaldas cuando pasaba por la calle- lo sabían.

En poco tiempo había pasado de tener una vida casi perfecta a vivir en una casa que se caía a pedazos y a no tener dónde caerse muerto. Sus compañeros de bar lo achacaban a repentinas pérdidas de dinero. Las cotillas de sus vecinas, a deudas de juego. ¡Y eso que no jugaba!...

—He probado de todo. Poco puedo hacer para salir de esta situación —se repetía a sí mismo.

Sentado en el banco, solo, como tantas otras veces, intentó rezar para explicárselo, por lo menos, a Dios:

—Ya sé lo que me vas a decir…: «¡Eres un inútil!». Y lo reconozco, desde luego. Gabriel murió por mi culpa… ¡¿Te enteras?! ¡Todo fue culpa mía! –gritó—. Debí haberme asegurado… No tenía que haberlo hecho…

El recuerdo de la muerte de Gabriel le llevaba persiguiendo todo aquel tiempo, y había sido la causa de su ruina. Tiempo atrás, Pedro había tenido que testificar contra un criminal. La noche anterior al juicio aparecieron en su casa unos hombres trajeados que le amenazaron con acabar con su amigo Gabriel si decidía presentarse al día siguiente ante el Tribunal. No se dejó coaccionar, pero avisó a un agente de policía, que le tranquilizó asegurándole que protegerían a su amigo hasta que el jefe de los matones estuviera entre rejas. Lo que ninguno de ellos esperaba era que los sicarios contratados terminarían su trabajo a pesar de la detención del cabecilla.

Le costó superar lo que le sucedió a Gabriel, pero lo más difícil fue lidiar con la familia y allegados de su amigo, y con los mudos reproches que aún continuaban dirigiéndole. Parecía que le consideraban culpable de su muerte, tanto o más que a los matones.

Alguien se le acercó lentamente y posó una mano sobre su hombro. La mano era ligera y delicada, envuelta en cierto olor a perfume. Notó que alguien se sentaba junto a él y le oyó decir:

—No te lamentes tanto; no fue culpa tuya… —era una voz suave, casi como producto de su imaginación, y no pudo evitar sentir que eran alucinaciones.

—Sí, sí fue culpa mía… No hice lo suficiente, podría…

—No pudiste hacer más, así que no puedes culparte por hacer lo correcto.

—Haber hecho lo correcto fue lo que se llevó por delante a mi amigo. Luego, hacer lo correcto no siempre está libre de culpa.

—Quienes mataron a tu amigo fueron dos hombres de carne y hueso. No fuiste tú.

—¿No eres producto de mi mente?

—No, no lo soy… No sé cómo has llegado hasta aquí, pero parece que vienes de lejos. Hace mucho que no te veía —los borrones se hacían más nítidos, los objetos cercanos iban cobrando forma y la silueta iba dibujándose con claridad junto a él.

Era una vieja amiga a la que llevaba años sin ver: Susana. Pensó que sus bamboleos por la acera debían de haberlo alejado más de su destino de lo que pensaba… ¿Se estaría volviendo loco?

Susana continuó:

—Recuerdo cuando éramos pequeños y vivíamos justo en la casa de allí —hizo una pausa, señalando la fachada de lo que una vez fue el edificio de su infancia—. ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos juntos? De aquella vez que recogimos un gatito…-. Pedro asintió levemente, mientras su memoria se llenaba de imágenes-. No dijimos nada a nuestros padres, y tras un tiempo, como no le cuidamos bien se murió —pronunció cada palabra con tranquilidad, y mientras hablaba tenía clavada la mirada en el jardín donde ambos solían jugar—. Lloré toda la tarde y me eché la culpa, pero tú tuviste claro que no fuimos responsables.

—No es lo mismo un gato que Gabriel…

—Sí es lo mismo si te culpas de algo en lo que, hicieras lo que hicieses, alguien saldría perdiendo. Además, me dijiste que, si me empeñaba en ser la culpable, compartiríamos la culpa los dos, y me ayudaste a olvidarme de ello. Ahora yo quiero hacer lo mismo.

Con decisión, Susana le ayudó a levantarse y le acompañó durante el largo camino a casa.