VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Grito ahogado

Miriam Dominguez Blasco, 17 años

                 Escuela Zalima (Córdoba)  

Aun no podía creer que mi madre quisiera llevarme al psicólogo. Sí, cometía locuras como cualquiera otra adolescente, pero no estaba loca y nadie podría convencerme de ello. Así que pensaba entrar en la consulta y contarle a aquel matasanos que la única perturbada mental era mi madre, Sofía, por su obsesión de querer dominarme por entero.

Decidí que sería la última vez que le hablaría. De hecho, no le había dirigido la palabra desde que me había comunicado sus intenciones. Mi padre, por supuesto, estaba de su lado, como siempre. Me sentía totalmente sola y abandonada, pues al no tener hermanos no podía buscar apoyos para luchar contra aquellas bestias que únicamente repetían: <<Sólo buscamos lo mejor para ti>>. Yo me río de esa expresión. El problema radicaba, según mi madre, en que comía poco… Se llama dieta, mamá, y resulta muy útil cuando pretendes adelgazar. El único problema de las dietas es que parecían no tener ningún efecto conmigo.

Mientras esperaba en la sala de la psicóloga, observé a todas las chicas que me rodeaban. No pude evitar fijarme en su complexión. Aunque algunas parecían delgadas, siempre lograba encontrar el punto donde se les acumulaba la grasa: las piernas, las caderas o la cintura. Inconscientemente palpé mi cuerpo hasta encontrar mis lorzas, comparé el tamaño de mis muslos con los de aquellas chicas. Mientras que los míos me parecían enormes, los de ellas eran mucho más delgados. Cuando mamá descubrió lo que estaba haciendo, me dio un pescozón. Tuve ganas de llorar, pero aun no sabía si era por el dolor o por el hecho de ser la chica más gorda de la consulta.

Oí mi nombre y me levanté en silencio. Comprobé que el despacho del médico era agradable y olía a lirios. La doctora parecía un tonel andante. Preguntó mi nombre.

-Ana -respondí con sequedad.

-Buenas tardes, Ana, yo soy Pilar -se presentó mientras me tendía la mano, que yo rechacé.

-¡Ana! No seas maleducada -gritó mi madre.

-No, Sofía. Me comportaré como me dé la gana. Todavía no entiendo por qué estoy aquí. Me tratáis como una demente y no lo soy. Todo porque no lográis entenderme -me pareció que le dolía que hubiera utilizado su nombre en lugar de “mamá” para dirigirme a ella.

Pilar había presenciado la escena en silencio.

-De modo que desconoces por qué estás aquí... ¿Es eso? Yo creo que eres capaz de intuirlo, que en realidad lo sabes. Eres consciente de que tienes un problema. Sin embargo, no has sabido darle la importancia que se merece -le hizo un gesto a mi madre para que se marchara.

-Mire, no sé de qué me está hablando. Siendo sincera, no me interesa.

Me pidió que me levantara de la silla y me tendió un papel y un bolígrafo. Entonces me ordenó que escribiera todas las comidas que hacía al día. Para ser sincera, nunca hasta entonces me había dado cuenta del poco alimento que recibía mi cuerpo. Pilar pareció dudar.

-Ana, te voy a contar una historia. Quiero que me escuches atentamente. Hace algunos años tuve a una paciente obsesionada con alcanzar la delgadez extrema, aunque desconocía que aquello se acabaría convirtiendo en su enfermedad que, en un caso grave, llegaría a matarla... La primera vez que vomitó fue en el lavabo, porque había cenado demasiado. Cuando terminó se sintió vacía y más a gusto consigo misma. Fue esa sensación la que la llevó a continuar uno y otro día vomitando... No importaba lo mucho que comiese porque sabía que luego lo expulsaría. Sin embargo, ese sentimiento se fue transformando en rabia e ira cada vez que se miraba al espejo. Sentía como si su imagen le gritase <<¡gorda!>>. Todos sus esfuerzos por volver a ser la de antes no servían para nada. Terminaba llorando. La cabeza le suplicaba vomitar hasta que notase la bilis bajando por sus dedos, hasta que se sintiera vacía por completo. Se asustó el día que empezó a expulsar sangre. Entonces se concienció en que debía dejar de meterse los dedos en la garganta, pero no era tan fácil como parecía porque se sentía bien consigo misma... Una tarde, después de comer, su madre la siguió al cuarto de baño. Hablaron y la chica no opuso resistencia cuando le ofreció ir al médico. La razón por la que vomitaba sangre era porque tenía una úlcera en el estómago, pero ese no era el factor más grave: la falta de nutrientes y vitaminas en su organismo le habían dejado estéril. No podría explicarte sus sentimientos: temor, ira y dolor por el sufrimiento que había causado a su familia. Además de vivir rodeada de suspensos, había bajado en las notas y tenía caries, marcas en los dedos índice y corazón producidas por los dientes cada vez que los introducía en la boca y su piel estaba tirante, sin un resto de grasa. Se le marcaban los huesos: las vertebras, las costillas, las rodillas... Incluso le dolía mover las articulaciones. Pero comenzó su rehabilitación, aunque habría daños irreparables.

Ana había escuchado atentamente las palabras de la doctora. Se había identificado con aquella chica; no debía continuar maltratándose; había llegado la hora de buscar soluciones.

Pilar le confesó que la chica de la historia era ella misma. La bulimia le había dejado daños irreparables, desde la caída del pelo a fallos respiratorios.

Ana comprendió que tenía una enfermedad mental que le atacaría al resto de los órganos si no cambiaba de vida. Gracias a Pilar y al apoyo recibido por su familia -principalmente de su madre- logró salir adelante.