XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Hasta que las farolas
se apagaban 

Marta Luengos, 15 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Cuando las farolas se encendían, su cuerpo entraba en tensión y las manos se le dirigían inconscientemente al bolso, y sacaba las llaves entre sus dedos. A su alrededor todo seguía igual que hacía un instante, excepto el cielo, que había mitigado parte de su luminosidad.  

Cuando las farolas se encendían, se apresuraba en despedirse para regresar cuanto antes a su casa, y enviaba su ubicación actual a su madre y a su hermana, para que, en el caso de que tardara, supieran dónde buscarla. Intentaba aparentar seguridad en cada paso, aunque las piernas le temblaran. Por disimular, telefoneaba a alguna amiga para irle contando lo que veía por el camino, pues cuando las farolas de la ciudad se encendían, sabía que debía tener cuidado.

Un tiempo atrás desconocía que el peligro continuaba hasta que las farolas se apagaban de nuevo. Nunca se le ocurrió pensar que podía sufrir un episodio truculento como, según ella, solo ocurre en las películas norteamericanas. Pero aquel día le cambió la vida, y desde entonces el miedo le acompañaba fuera donde fuese.

Eran las siete de la mañana de un frío domingo de enero cuando se dirigía hacia una parada de autobús. La luna se iba despidiendo, aunque el sol todavía seguía dormido, así que las farolas alumbraban aquella calle desierta. En dirección opuesta a ella se tambaleaba un hombre unos treinta años, quince más que ella, alto y musculoso, que vestía unos vaqueros rotos y una sudadera verde, con cuya capucha se cubría la cabeza. Por sus movimientos afectados, supuso que estaba bajo los efectos del alcohol. Pese a todo, ella siguió hacia delante, aunque con una presión de congoja en el pecho. 

En el momento que se cruzaron, él le dijo algo que no entendió, pero no se detuvo a pedirle una aclaración, sino que siguió caminando hacia la marquesina. Él, por su parte, se volvió y empezó a seguirla.

–Dame un piti, porfa.

–No fumo –le contestó, acelerando el paso. 

Intentó aumentar la zancada, pero llevaba un incómodo abrigo negro que le caía hasta las espinillas, y por debajo una falda que no era elástica y le impedía mover las piernas libremente. 

El hombre también aceleró el paso y la agarró de la muñeca. Ella intentó liberarse, pero aquellas enormes manos tenían más fuerza que las suyas. 

–Habla conmigo un rato, preciosa –insistió con voz aguardentosa, apoyándole la otra mano en la zona baja de la cintura. 

–¡Suélteme, por favor!

Él no le hizo caso. 

Entonces, ella echó a correr, pero apenas dio tres pasos se dio cuenta de que terminaría cayéndose por culpa de aquellos ropajes.

–¡Qué te quedes conmigo! –le exigió. 

–Quíteme las manos de encima, por lo que más quiera –le suplicó, pero él siguió tentándole la espalda, sin escucharla. 

Entonces rompió a llorar. Sus lágrimas le fueron dejando riachuelos negros de maquillaje al tiempo que sacaba el móvil para pedir socorro. Marcó a una amiga, pero no obtuvo respuesta; era demasiado temprano. Entonces le tentó marcar a la policía, mas enseguida rechazó la idea, no fuera a ser una decisión exagerada. Así que optó por poner en alto su tono de llamada y fingir una conversación. Al fin él la soltó de mala gana y, dándole un azote, recuperó el sentido de su marcha. 

Horas después, la muchacha se planteó acudir a comisaría para denunciarlo, pero a causa de los nervios no se acordaba de sus rasgos. Tan solo retenía su angustia, y preocupación por llegar sana y salva a la parada del autobús.

Desde entonces dejó de considerar que esas situaciones sólo ocurrían en las películas, así que hacía lo posible por evitar las calles poco transitadas. Por las noches, además, suspiraba por que ninguna mujer tuviese que pasar un momento tan angustioso como aquel. Todavía había ocasiones en las que cerraba los ojos y notaba en su cuerpo las manos del tipo, lo que le provocaba un intenso malestar. 

Desde entonces no salía a la calle hasta que las farolas se apagaban.