XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Héroes y legiones 

Manuel Sureda, 18 años

                 Colegio Munabe (Vizcaya)  

No es una novedad que los jóvenes podemos comportarnos de forma vandálica. Ocurre ahora y ha ocurrido en otros tiempos, aunque quizás nos parezca que en estos días es más notorio, dado que en muchos centros educativos no se corrige al alumno que falta al respeto , como tampoco se corrige al hijo en el hogar cuando comete, por no ocultar que ese vandalismo no pocas veces forma parte de las relaciones entre los propios jóvenes. 

Sin ir más lejos, volviendo a casa después de hacer unos recados, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, oí un alboroto provocado por un grupo de chavales de, más o menos, mi edad. Caminaban por la acera de enfrente y llevaban, cómo no, la música de un móvil a todo volumen. Aquel reggeaton se escuchaba por toda la calle y parecía no importarles molestar a los viandantes.

Uno de ellos, que caminaba de espaldas mientras hablaba con el resto del grupo, se chocó contra un hombre que iba cargado con un montón de documentos y un par de estuches para guardar CDs, y que esperaba a cruzar el paso de cebra. Con el golpe, se le cayó uno de los estuches, cuyos discos se dispersaron sobre el asfalto. Molesto, le pidió al muchacho que que se fijara por dónde andaba. Y este, ante mi asombro, en vez de pedirle perdón y ayudarle a recoger los CDs, le respondió con una cadena de insultos para él y para su madre, como si el accidente hubiese sido culpa del señor. La pandilla le ninguneó al seguir su camino. Entonces crucé para ayudarle recoger los discos. Cuando acabamos, me dio las gracias y nos despedimos. 

Una vez llegué a mi casa, para no darle muchas vueltas al suceso decidí retomar la novela que me estoy leyendo, “La última legión”, del italiano Valerio Massimo Manfredi. Continué la lectura cuando le preguntan a Aurelio, uno de los protagonistas, por qué defiende al Emperador, que es un niño de trece años que carece de tierras que gobernar, pues están desterrados y sin esperanza de retorno. Su respuesta me asombró: lo hacía no solo por defender a un pequeño perseguido sin culpa, sino por lealtad y respeto a la institución.

Parece que la Historia se repite, aunque no tengamos hordas de bárbaros en nuestras fronteras ni nos juguemos la vida por salvar a un emperador. Sin embargo, la barbarie se esconde en un erróneo entendimiento de la libertad, culpable del deteriroro de la convivencia,  que consiste en decir y hacer lo que a cada uno se le antoje, sin importar los derechos del prójimo.

Si los jóvenes tratamos sin respeto a nuestros mayores, si ninguno de nosotros ayuda a un señor injustamente tratado, si despreciamos a nuestros profesores, a nuestros padres, a nuestros amigos, si somos indiferentes a la repercusión negativa de nuestras acciones... es que seguimos anclados en aquellos violentos tiempos. 

Hay excepciones, por supuesto. No son pocos los ciudadanos que demuestran que no está todo perdido. Son ellos los que, como Aurelio, defienden la grandeza del ser humano mediante el impulso a ayudar a quien lo necesita. Basta observar la labor de quienes viven volcados en resolver la crisis del coronavirus. No son legionarios del Imperio Romano, pero sí  la esperanza de nuestra sociedad.