VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Historia de una ida
y una vuelta

Juan Pardo de Santayana, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

Era una tarde apacible. El ocaso bañaba el horizonte con sus luces sonrosadas y en la lejanía se divisaba un pequeño pueblo, atravesado por un río de notable caudal. Unos centelleos refulgían en las techumbres de las casas, reflejándose en el metal desgastado de un tren renqueante. En uno de los compartimentos, un hombre solitario asomaba tímidamente la cabeza por la ventanilla, conmovido por la magnificencia del paisaje. Agarraba con firmeza un viejo cuaderno, carcomido y amarillento. No parecía de gran valor, salvo por la encuadernación de cuero, ajada por los años.

Cuando la voz del maquinista anunció la estación, el anciano despertó de sus ensoñaciones y se apeó. En un visto y no visto se encaminó por el enramado de callejuelas. Enfilaba las callejas hacia una dirección que sólo él conocía.

Se detuvo frente a un muro de piedra, pasto del musgo y de la maleza. Más allá se extendía un vasto prado colmado de árboles, donde los pájaros gorjeaban. Unos suaves haces de luz se filtraban entre las hojas. De un ligero salto se encaramó al vallado. Amortiguando la caída con las plantas de los pies, entró sigilosamente.

Recordaba el lugar. Los brezales y los árboles crecidos, las ruinas abandonadas en las que de niño daba rienda suelta a su imaginación. Habían sido escenario de múltiples aventuras, de luchas épicas y traiciones, de amistades y amores.

Una riada de recuerdos culebreó por los detalles de su tierna infancia. Mas faltaba su compañero, su fiel camarada, amigo en las penas y victorias en el juego y el deber. Ese era el motivo de haber viajado al hogar que le vio nacer. Sentía renacer un antiguo fuego por las venas porque había vuelto dispuesto a saber qué había sido de él. La cálida bienvenida con la que soñaba, se le apareció nítida y clara. Había reprimido el deseo de verle demasiado tiempo.

Habían formado una pareja temida por todos los gallineros a diez millas a la redonda, gracias principalmente a su amigo, que podía vanagloriarse de ser la cabeza pensante entre los dos. Sus travesuras eran las más audaces y los papeles más arriesgados se los guardaba para sí, ya que, por el contrario, su compinche era partidario de la lógica y su pasatiempo favorito devorar relatos. Así que uno era activo, proclive a la aventura, a la acción y los desafíos, mientras el otro resutaba amante de las tardes tranquilas, del sosegado repiqueteo de la lluvia sobre la hierba sin otra compañía que la de un libro. Aún sintiendo esas diferencias insalvables, se querían como hermanos y, sin reparo alguno, se contaban los romances de cada cual, a la sombra de cualquiera de los árboles frutales que se repartían por el jardín.

Pero una grieta creciente se abrió en el corazón de uno de ellos. Azuzado por todas y cada una de sus novelas, una hebra de ambición despertó en su corazón. Instigado por tierras maravillosas y conocimientos, tornaba la mirada hacia las fronteras, esperando el día en el que pudiera cumplir sus fantasías.

En una noche desesperada, por miedo al pasar del tiempo y la posible contrariedad de su familia, abandonó el pueblo, hasta que cincuenta años después, su ansia de sabiduría le había devuelto a su tierra. No deseaba más la gloria y el recono

cimiento, los placeres de la fama y el respeto, pues echaba de menos el campo que le vio nacer y la compañía de su amigo.

Con el corazón henchido de alegría, corrió para encontrarse al vivaracho golfillo con el que compartió sus primeros pasos. Una pícara sonrisa aflojó su rostro al imaginarse la sorpresa que se iba a llevar.

Llegó con sigilo a la acogedora entrada, donde encontró una pequeña placa sobre una piedra. Aquello no figuraba en su memoria. Extrañado, la leyó y un escalofrío recorrió su cuerpo. Incrédulo, cayó sentado sobre el suelo. La inocente dicha se tornó en amargura. El pequeño cuadernillo cayó sobre la hierba, donde se leía, en una caligrafía intachable: Historia de una ida y una vuelta. Con la mirada anegada, levantó los ojos hacia la inscripción, que era una lápida.

Había esperado demasiado tiempo.