VII Edición
Curso 2010 - 2011
Historias que laten
un jueves 11
Mayte Ascaso, 17 años
Colegio Senara (Madrid)
Carla le contaba a Paco, su padre, lo indignada que se sentía ante la grave ofensa que cometió María al robarle su lápiz de princesas. Paco conducía ensimismado hacía la escuela de Carla con el ruido de fondo de la radio, que emitía las noticias matinales. Asentía con la cabeza mientras pensaba que, a pesar del cielo gris y los nubarrones, su hija parecía un encantador ángel de seis años.
Llegaría tarde otra vez. Ramón conocía perfectamente a la profesora de Matemáticas; sabía que era probable que se fueran sin él. La excursión llevaba planeada mucho tiempo, pero Ramón no consiguió ganarle la batalla a la pereza, para variar. Desayuno rápido, deportivas bien atadas, el libro de texto, y a correr. Bueno, eso de correr, para Ramón, se traducía en andar a paso ligero, pues la tranquilidad que le caracterizaba desesperaría a una tortuga. “¡Menudo día!”, pensó mientras se ponía la cazadora.
Pedro se sentó en su taquilla, como cada mañana, a las siete en punto. A pesar de que era una hora temprana, en la estación el bullicio ya era agobiante. Saludó con un leve movimiento de cabeza al supervisor y entró en su cabina, donde trabajaba vendiendo billetes de Renfe. La noche había sido horrible: un agudo dolor en la espalda no le había dejado pegar ojo y el frío que presagiaba un amanecer desagradablemente nublado y triste, le había tenido en vela.
Eran las siete y cuarenta y tres minutos. Paco conducía calle arriba canturreando la melodía publicitaria que sonaba en la radio. Se detuvo en el semáforo. Carla le miraba, feliz de que su padre la llevara hoy al cole. Su papá cogía habitualmente el tren para ir a trabajar, pero como su mamá estaba enferma, ese jueves la había llevado él. Lo mucho que presumiría ante sus amigas y profesora: ¡Su papá le había llevado al colegio!. Paco dejó de canturrear. A pesar de que el semáforo estaba en verde, no aceleró.
“¡Puff! Las ocho menos cuarto...” No llegaría puntual de ninguna manera. Aún le quedaban varías calles por recorrer hasta la estación. Pasó una ambulancia seguida de otra. Ramón siguió andando con parsimonia durante cinco minutos, cuando su mochila cayó al suelo y su boca se abrió formando una perfecta “o”.
“¡Lo que me faltaba! ¡Menudo numerito!” Esta vez no iría, no señor. La última vez que tuvieron una pelea en la cola de las taquillas, tuvo que ir Pedro a resolverla, de modo que no se movería de su asiento, dónde leía un diario deportivo, concentradísimo hasta que, diez segundos después, se dio cuenta de que la mujer no gritaba por su turno en la cola. Y que no era la única. Nadie estaba en su sitio. La policía entraba apresuradamente hacia la vía 2, donde tenía que estar el tren 21431. Pedro salió de su taquilla e, instintivamente, echó a correr en la misma dirección que los agentes. Pero antes de ver lo que España lloraría durante mucho tiempo, su compañera Amelia le agarró del brazo y tiró de él. Ella estaba cubierta de sangre y horrorizada por lo que acaba de presenciar. Pero Pedro se deshizo de su tenaza. Entonces contempló el desastre en el que se había convertido la estación de Atocha.
Paco sintió que el corazón se le paraba. Intentó aclararse las ideas mientras escuchaba la información que la radio ofrecía a cuentagotas. El tren que cogía todas las mañanas... Todas menos esa... Carmen se despertó con fiebre y él se comprometió a llevar a Carla a la escuela. ¡Bendito resfriado! Ese día, más que ningún otro, podría llamar a su mujer “vida mía”.
Ramón echó a correr en dirección contraria a la que su cerebro le ordenaba. El infierno que tenía delante crecía a medida que avanzaba. Había heridos, gente que huía despavorida, ambulancias..., un auténtico caos. Madrid, 11 de marzo. Latía el corazón de Ramón, pero desde aquella mañana ciento noventa y un corazones habían dejado de hacerlo.