XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Hogar, dulce hogar 

Sofía Collado, 16 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Una calurosa mañana Javi, un adolescente que había perdido la capacidad de escuchar, se encontraba de camino al instituto. Por una vez, su padre había tomado la iniciativa de acercarle en coche, a pesar de que su relación no atravesaba la mejor de las etapas. 

—Hijo, escucha atentamente, que me apetece contarte una historia –rompió el incomodo silencio que inundaba el automóvil. 

—¡Buf, papá!... Creo que no es el momento —protestó Javi—. Es demasiado pronto. Y, además, ¿una historia?... No me interesa— añadió mientras arqueaba sus cejas y ponía los ojos en blanco.

—Había una vez —comenzó, ignorando su opinión– un edificio lo suficientemente alto como para que desde la calle no se apreciara el último piso. Esa residencia se encontraba en mitad de la nada y alojaba a millones de personas que habían convivido en armonía durante muchos años, hasta que los residentes comenzaron a volverse cada vez más egoístas. Por eso en los primeros pisos hubo diversas revoluciones. Se quejaban de lo ruidosos que era el resto de los vecinos. Y no solo protestaron, si no que al ver que aquel problema no se solucionaba, decidieron empezar a hacerles la vida imposible.

—Me aburro —dijo Javi, con la mirada perdida en el paisaje que le ofrecía la ventanilla.

—No seas impaciente; ya casi acabo… Los del tercer piso se propusieron hacer reformas para molestar al resto de habitantes del rascacielos. Los del segundo, ponían la música a todo volumen. Los niños del primero jugaban al balón y lanzaban petardos por las ventanas, etcétera. Y tras años de disputas entre todos los integrantes de aquella comunidad, ¿te imaginas quien salió peor parado?

Javi se volvió a su padre con gesto de duda.

—Ni idea—le contestó

—El edificio, que acabó por derrumbarse para desgracia de sus habitantes.

—¿Que?—exclamó el chico sorprendido—. A ver, a ver… Independientemente de lo que pasara entre ellos, ¿porqué lo pagó su residencia? Si era su hogar, ¿porque la fueron destruyendo? ¿Es que no sabían las consecuencias de aquella revolución? No tiene sentido lo que me has contado. 

—Veo que al fin he captado tu atención —sonrió—. Pues mira, hijo, eso deberíamos preguntárnoslo nosotros. 

—¿El que?

—Por qué estamos destruyendo nuestro hogar.