XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Hogar 

María Ortiz, 17 años

Centro Zalima (Córdoba)

Cada rincón de aquella casa estaba inundado de un delicioso ambiente familiar: la madre ayudaba a su hijo menor a terminar las tareas escolares y el padre le hacía cosquillas a la hija mayor, María, de nueve años, que se batía entre estruendosas carcajadas al tiempo que un pequeño perro blanco ladraba y hacía cabriolas para defenderla del “ataque”. Aquellas imágenes resultarían idílicas si no fuera porque al lado de la puerta había dos maletas a la espera de que alguien las arrastrara a la otra punta del país.

María no entendía por qué su padre se tenía que marchar. Si los padres de sus amigas trabajaban en la ciudad, ¿por qué él tenía que alejarse setecientos kilómetros de la ciudad? ¿Es que le era imposible conseguir un trabajo más cerca? Y si bien es cierto que la respuesta a sus preguntas carecían de dificultad, a su corta edad no entendía por qué la tan nombrada situación económica fuera la responsable de que su padre fuera a alejarse de los suyos. Mucho menos comprendía por qué nadie de su entorno hacía por cambiarla.

Hasta aquella noche nunca había visto llorar a su padre. Aquel arranque de tristeza le dificultó,  aún más, entender la razón de su marcha. ¿Quién es capaz de abandonar el lugar en donde es feliz a cuenta de un nuevo empleo? En su inocencia se hundía en un mar de dudas.

Al caer la noche su padre se tumbó en la cama junto a ella. Entonces María se echó a llorar. Aunque le avisaron el verano anterior que su padre iba a marcharse aquel día, no había tomado consciencia del paso del tiempo hasta ese instante. 

-Tranquila; no vamos a dejar de vernos. Haremos una vídeo llamada todos los días -él intentó disipar su tristeza. No le confesó a su hija que a él le resultaba aún más difícil  alejarse de los suyos, de su hogar, de su rutina… 

Los ojos se le anegaron al imaginarse después del trabajo, al abrir la puerta de otro piso sin que fuera a escuchar la carrera alegre de sus dos pequeños, sus gritos dichosos al saludarle… También al considerar que durante las cenas no compartiría una conversación con sus esposa y que, cuando se acostara, no podría trenzarle su mano.

María  se quedó dormida. Él, muy a su pesar, se levantó de la cama y se despidió de ella con un último beso en la frente. Después entró en el dormitorio de su hijo, que tenía cinco años. Lo contempló dormir y pensó en lo rápido que pasa el tiempo. Acarició su cabecita y salió al pasillo.

Al amanecer se despidió de su mujer, quien trató de mantener la compostura, aunque terminó por romper en una llantina. 

–Me duele esta separación.

–No seas tonta… Volveré una vez al mes, hasta que podáis trasladaros conmigo.

–¿Qué voy a hacer cuando te hayas ido? No escucharé tus chistes malos ni te veré jugar con María y Antonio.

Se despidieron con un beso y un intenso abrazo.

–Verás como salimos de esta fortalecidos –le dijo él a modo de consuelo.

Tomó sus maletas y bajó al garaje, en donde subió al coche. Le quemaba la garganta. Incluso sintió la tentación de renunciar a todo y volver con los suyos.

–Sé que, por su bien, eso no es posible –se dijo en voz alta. 

Inspiró profundo, arrancó el motor y salió hacia la autopista, con la esperanza de volver pronto.