IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Hora de explotar

Iñigo Doñabeitia, 16 años

               Colegio Vizcaya (Vizcaya)  

Llevaba muchos años en aquel carísimo colegio privado en el que sus padres se dejaban el sueldo. Pero nadie comprendía su rabia, nadie le entendía. “La complejidad de la incomprensión es enorme”pensó.

Siempre se había destacado como alumno tranquilo, callado y pensativo. No molestaba y tenía pocos amigos. Solo él sabía lo que sentía y no compartía de todo el dolor con sus más íntimos.

Muy grande era su suplicio, pero el estoicismo que mostraban sus rasgos faciales nunca lo demostraba. Aquellos que llevaban toda la vida junto a él podían atisbar su desconsuelo a través de ese par de ojos sin fondo. Era un soñador encerrado, un ave con las alas cortadas, pero había decidido mostrar al mundo toda su valía.

Llevaba años preparándose para aquella manifestación. Había llegado la hora de explotar, llorar, gritar y vaciar tantos años de autocontrol. En su casa las cosas iban de mal a peor. Por si fuera poco, muchos de sus amigos le habían fallado. Por su forma de ser, mas bien recatada, no le era fácil conectar con la gente, pero todo iba a cambiar de una vez para siempre.

En mitad de la clase se puso en pie y habló. La seguridad y la frialdad que mostraba su voz quebrada anunciaba la veracidad de sus palabras. A medida que fue hablando, fue tomando seguridad y fortaleza. Contó a todos los problemas de su familia, desde la depresión de su madre hasta los problemas económicos de su padre. Reconoció los amigos que había perdido; muchos de ellos compusieron gestos de arrepentimiento. Él, a diferencia de los demás, no se había dejado arrastrar por el alcohol ni los porros, algo que le habían reprochado.

El profesor le observaba con cara de comprensión y afecto. Un aprobador cuchicheo se había extendido por toda la clase.

Cuando terminó de hablar, se extendió un denso silencio. Él tomó asiento y a su derecha se levantó Juan para pedirle perdón. Su amigo comenzó a aplaudirle y a Juan se sumaron todos los demás.

Minutos después todavía se escuchaba el estruendoso clamor de los aplausos. La fiera que durante tantos años había vivido en su pecho, ahora huía con el rabo entre las piernas. Por sus mejillas resbalaban lágrimas de felicidad y un único pensamiento inundaba su mente: había sido capaz.