VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Incendio

Manuel Seco, 17 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

Eran altas horas de la madrugada cuando, en una calle de un pequeño pueblo andaluz, una mujer gritó a la puerta de su casa.

―¡Vamos, Antonio! No merece la pena. Deja eso y corre.

Poco después emergió entre el humo un chico de nueve años. Tosía y respiraba con angustia. Se dio la vuelta para contemplar las llamas que devoraban la vivienda.

― ¿Ya estamos todos? ―preguntó el padre.

―Sí. Alejémonos de aquí cuanto antes ―respondió su mujer, al borde de un ataque de nervios-, no se nos vaya a caer la casa encima.

Echaron a andar calle arriba, encogidos por el miedo y la impresión de haber visto arder su hogar. Antonio se detuvo de pronto. Acababa de darse cuenta de que faltaba el más pequeño de los nueve hermanos.

―Papá, ¿dónde está Luis?

Miraron todos de un lado a otro, para asegurarse de la ausencia del pequeño. Al ver que no estaba con ellos, Antonio regresó a la casa de una carrera.

―¡Antonio, no entres! ―gritó su padre mientras corría tras él.

Pero el chaval no le hizo caso y se internó en el edificio en llamas.

Cuando el padre iba a seguir sus pasos, un tabique se desprendió ante la puerta, obstruyendo la entrada. Aquel hombre intentó apartarlo, pero era demasiado pesado y sólo consiguió quemarse las manos.

La madre y los hermanos lloraban, fruto de la ansiedad, ante la fachada humeante. Habían ido llegando los vecinos, en pijama, bata y zapatillas. Algunos trataron de ayudar al padre para desplazar aquella viga, pero les resultó imposible. Unos a otros se miraban, inquietos, sin saber qué hacer.

Sólo les quedaba rezar y esperar.

Tras un minuto que pareció un siglo, una de las ventanas del piso superior se rompió en pedazos. Por ella asomó por ella Antonio: en sus brazos sostenía al pequeño Luis.

―¡Cogedlo! ―consiguió articular el chico por encima del crepitar de las llamas.

Unos cuantos vecinos se colocaron bajo la ventana y lograron atrapar al vuelo al niño. A continuación, Antonio saltó para huir de aquel infierno.

Don Carlos, el médico, que se encontraba entre los vecinos, examinó las heridas y quemaduras de ambos pequeños. Antonio había perdido el sentido, pero al fin abrió los ojos y se extendió un suspiro de alivio.

―Llévalos a casa, María ―le dijo el doctor a su esposa. Acto seguido, se dirigió a los padres―. Las quemaduras no son graves; se pondrá bien. ―Y añadió con una sonrisa―. Tenéis un hijo muy valiente; cuando crezca será un gran hombre.