XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Inclasificable 

Jaime Llop, 18 años

                  Colegio Munabe (Vizcaya)  

Existían los diestros. Existían los zurdos. Existían incluso los ambidiestros. Luego estaba él, que no era capaz de escribir ni le importaba. Lo curioso es que no sufría ningún problema que le impidiera hacerlo: tenía ambas manos y era inteligente.

A los nueve años ya había aprendido a hacer sumas mentalmente de tres dígitos, mientras sus compañeros, con el lápiz, sólo lograban hacerlas de dos. Y si en clase se le reconocía por ser el único que no tenia cuadernos ni estuche, en el patio nadie habría sido capaz de resaltarle algo fuera de lo común: corría, reía, lloraba, a veces sentía hambre y a veces no.

Nadie se explicaba por qué no era capaz de coger un lápiz y dibujar palabras con él, con la misma facilidad que cuando hablaba de fútbol en el comedor escolar. Sus padres probaron innumerables métodos de escritura, cada uno con su correspondiente profesor particular. Uno le vendó los ojos, con otro repasó por encima palabras ya escritas, pero ninguno de esos procedimientos funcionó. Por alguna razón, el niño no escribía. Pero que leía; en eso era muy bueno. Con apenas diez años ya se había leído el Nuevo Testamento, el Antiguo Testamento y podría haber terminado un tercer testamento, de haber este existido. A cambio su hermana, estudiante de Derecho, le dejo el código civil, que el niño finiquitó en una semana. 

Afortunadamente alguien, como si hubiera pensando en él, había inventado la máquina de escribir. A los quince años tuvo una. ¿A quién iba a importarle si escribía o no con papel y bolígrafo si podía inmortalizar sus pensamientos a golpe de tecla sobre la superficie de un folio?

Creció, consiguió un trabajo, a veces iba al cine y una vez al teatro. Allí conoció a una mujer zurda con la que se acabó casando. Tuvieron un hijo, diestro, que lo quería todo de color amarillo, y un perro de mascota que, según el veterinario, era ambidiestro. Nuestro protagonista se convirtió en un padre de familia aparentemente feliz.

Sin embargo, dicen que por las noches se le podía ver en un bar. Con aire melancólico se sentaba sólo en la barra, pedía un coñac, lo bebía y se marchaba. Una noche pidió tres seguidos y rompió a llorar. Bajo los efectos del alcohol le habló al camarero, pero este no le escuchó. Ni siquiera se tomó la molestia de sonreírle amablemente, haciendo como que le escuchaba. 

—Sé que te vas a sorprender. Todo el mundo lo hace cuando se lo cuento. Atiende bien: no sé escribir. Con las manos, digo. Pero eso me da igual, mucho más ahora que existen los ordenadores. El problema… el problema… es... que… noto que algo no está bien. Y no sé si tiene que ver con mi incapacidad para esgrimir una estilográfica.

Sentía un vacío interior, evidente e indefinido, que intentaba llenar inconscientemente con el alcohol. Notaba que le faltaba algo, y no precisamente usar el lápiz. Era un dolor más serio, que incluso rozaba lo existencial.  

Existían los diestros, como su hijo. Existían los zurdos, como su mujer. Existían incluso los ambidiestros, como su perro. Pero… ¿qué era él?